Muchas habrán soñado –como yo– con ser princesas o reinas. Hoy, estoy feliz y agradecida de ser una plebeya que goza de absoluta libertad. De sólo pensar en todas las explicaciones que tuvo que dar la pobre Kate Middleton por retocar una foto y la presión de la princesa Leonor de España haciendo el curso de cadete militar frente a la mirada popular y la prensa, más me gusta mi vida común y corriente.

Las ‘royals’ no sólo deben cumplir con ciertos protocolos a la hora de hablar y caminar, sino que también respetar algunas reglas de vestimenta, peinado y manicure. Las británicas, por ejemplo, llevan uñas cortas y únicamente en colores “nude”, jamás aparecen sin medias, no se les permiten gestos de afecto excesivo con sus parejas en público o cruzar las piernas al sentarse. Si son integrantes activos de la familia real no pueden votar y, más encima, tienen que hacerle reverencia a la suegra… ¡Cómo te entiendo Meghan! Yo sería la oveja negra de esa monarquía.

Desde mi anonimato cotidiano, amo las uñas rojas y, últimamente, hasta me da por pintármelas negras. Odio ir a la peluquería, jamás me he puesto base, hablo pésimo inglés y soy buena para el garabato. El protocolo y yo no estamos hechos para ser amigos: soy gritona, efusiva, dispersa e impulsiva. Creo que lo haría terrible si me pusieran en la corte. De todas maneras, me obligarían a abdicar.

No soportaría que todos me analicen, saquen fotos o graben todo el tiempo. En la vida real efectivamente esas mujeres viven entre tiaras y castillos, pero su papel va más allá. Ser reina es un exigente oficio, un trabajo 24/7 y para nada como lo pintan en los cuentos de fantasía. Es vivir en una jaula de oro. Tienen títulos y ciertos privilegios, pero sus deberes y obligaciones son rígidos y aburridos.

Yo me conformo con ser la reina de mi casa.