Me llamo Isabel. Tengo 36 años. Soy la menor de mis hermanos. Crecí entre el campo, el mar y la ciudad, en ese orden. Vengo de una familia conservadora, de derecha, cercana al catolicismo. Una familia cariñosa y tradicional. Salí del clóset a los 17 años sin medir las consecuencias. No dije “soy lesbiana”, dije “también me gustan las mujeres”. Me costó lo mismo entender qué significaba para mis papás esto que decir “soy lesbiana”.

Discutimos por años. Ella necesitaba cuidarme y yo que me seguirían queriendo. Discusión tras discusión, la guerra eterna sobre mi lesbianismo se fue vaciando de batallas morales. Nunca me dijeron “te prefiero muerta”. Nunca me lo dirían.

Hoy con tristeza la llamé por teléfono y le leí la cuña: “Si mi hija me dice “Mamá, si uno de nosotros estuviéramos pasando por eso, ¿qué me dirías tú?” ¿Sabes lo que le contesté yo? Te prefiero muerta”. Mi mamá no solo tiene una hija lesbiana, también tiene un hijo que murió poco después de los dos años. Un accidente de esos inexplicables, rápidos, que en un par de minutos te quitan un pedazo del alma para siempre.

“Habla desde la ignorancia, no le dediques un minuto a esta persona”, me dijo, pero yo insistí: no me interesa la mensajera sino el mensaje. ¡Es una falta de respeto para todas, para las familias, es indolencia genuina! Estuvimos de acuerdo. Es posible que lo más difícil de su vida haya sido la muerte de su hijo, y de la mía, la eterna salida del clóset.

Este hijo no es mío, pero sí lo es esta historia que cuento: a mí nunca me preferirían muerta. El cuerpo de mi mamá o el de mi papá no resistirían el dolor. No dos veces. Esta vez no levanto la voz solo como lesbiana, sino también como hija.

Cuando le dije que iba a escribir sobre esto, mi vieja me dijo que escribiera algo lindo, positivo: “piensa que si supiera de qué está hablando no lo diría, piensa que no sabe que tiene la suerte de poder conversar con su hija”.