Revista Velvet | “Me pusieron el gorro por Zoom”
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“Me pusieron el gorro por Zoom”

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“Me pusieron el gorro por Zoom”

POR equipo velvet | 18 agosto 2020

En mi historial de relaciones suele llegar ese momento en el que no sé si estoy con esa persona por costumbre o porque realmente me gusta. Una sensación que aparece de repente y con ayuda de terapia, he podido identificar. Pero esta vez, fue diferente. No era yo la que se puso rara, era mi pololo, Diego. Tres años de relación y vivíamos juntos hace uno. Sí, vivíamos.

Lo descubrí porque se volvió excesivamente evasivo y perseguido. No logro entender cómo creyó que no me iba a dar cuenta, si no sabe mentir. Quizás quería que lo descubriera y así no tenía que decírmelo a la cara. Armó un show bastante pobre, insólito y tremendamente triste. Básicamente, no encontró nada mejor que ponerme el gorro por Zoom. ¡POR ZOOM! Corren tiempos de pandemia asumo. 

Cuando partió la cuarentena, en nuestro trabajos, nos mandaron al imparable y sin horarios teletrabajo. Nos instalamos en la mesa del comedor, y como en una oficina, nos pusimos frente a frente. No nos mirábamos mucho. Y ante cualquier gesto mío, contestaba con una sonrisa incómoda. Además, estaba haciendo cosas sospechosas. Si lo llamaban se iba a hablar a otra pieza, y si me acercaba a él siempre daba vuelta el celular. 

Le pasaba algo, era evidente y escondía algo. Si parecíamos dos roomies universitarios, esos que si tienen ánimo se preguntan “¿cómo va?”. Al principio pensé que era culpa de la pandemia, pero su dependencia por el celular era un fenómeno nuevo en su comportamiento. 

¿Qué hay detrás de esa pantalla? O mejor dicho ¿quién? Me tenía angustiada, insegura y vulnerable, pero no me atrevía a decirle nada. Aún no, necesitaba pruebas (siempre las necesito). Y cuando entré ese sábado al livng, tipo dos de la mañana, todo se confirmó. Diego creía que yo dormía, mas no. Dejé que se instalara tranquilamente, creyendo que no había moros en la costa para sorprenderlo.  

La imagen fue la siguiente: Diego, sentado en nuestro comedor frente a la pantalla de su computador “joténadose” literalmente a alguien que no identifiqué, porque apenas me vio, con el reflejo más rápido que he visto en los tres años de relación que llevábamos, cerró la pantalla del computador, se sacó los audífonos y con cara de aquí no ha pasado nada me dijo: “mi amor ¿te despertaste?”. 

Le pregunté con quién estaba hablando, y su respuesta fue “con los cabros”. No supe qué decir ante tamaña mentira. Era tan evidente. Solo lo miré y empecé a llorar. Se paró con la intención de abrazarme, por supuesto, yo corrí a la pieza. Me encerré con llave. Extrañamente no me siguió, no fue a golpear la puerta, ni a decir algo, que era lo que siempre hacía cuando peleábamos. Aunque suene cliché, lloré toda la noche y no me acuerdo en qué minuto me quedé dormida. 

Al día siguiente, me levanté decidida a tener la conversación que repasé toda la noche: “cuéntame todo, ahora ándate, te voy a llamar si es que quiero que volvamos a conversar”. Pero cuando abrí la puerta y llegué al living, me di cuenta que no estaba. Fui a la pieza donde él guardaba parte de su ropa, abrí el clóset y estaba vacío. Corrí a la terraza y vi que su auto tampoco estaba. Se había ido sin decirme nada. Di dos pasos y me desplomé en el sillón. ¡Cobarde!

Abrí WhatsApp para escribirle y me di cuenta que había pasado una semana desde la última conversación que tuvimos (el día después que se esfumó). Terminó en un mensaje mío ante su insistencia por conversar. Le escribí que no lo quería ver, no tenía ganas. Pero había tomado una decisión y tenía que contarle. “Diego, tengo todas mis cosas embaladas y me voy donde mi hermana. Si no quieres volver al departamento, dale aviso al arrendatario. Esta vez, la sensación la tuviste tú. Estabas conmigo por costumbre y a pesar de mis innumerables terapias, no me di cuenta antes”, le envíe.

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