A sus 89 años, el artista estaba trabajando en un nuevo mural que sería instalado en Lota, gracias a un proyecto de la Fundación Procultura, hoy cerrada. No es la primera vez que debe recomenzar: “me acomodaba y después era pobre de nuevo. Era la montaña rusa. Altos y bajos. Siempre en mi vida fue así”, describe.
Por José Andrés Alvarado Fotos Bárbara San Martín Suckel
La Gala de Salvador era un ser muy diferente de la Gala de Mario Toral. La del artista chileno vive con él en su casa de Las Condes, en un extenso terreno de Camino Otoñal donde, algún día, abrirá sus puertas la Fundación Alas y Raíces, de Mario Toral, que avanza a paso lento tras la millonaria estafa de Alberto Chang, que se quedó con más de US$ 3 millones del muralista chileno.
Ahí, la Gala de Toral pasea sus más de 60 kilos, intentando por todos los medios entrar al taller de su amo, su lugar favorito para descansar. Esos medios incluyen lanzarse encima del pintor de 89 años, sin considerar que su gran tamaño puede derribarlo en un asalto de felicidad. Eso fue lo que pasó a principios de este año, cuando Toral cayó al suelo, fracturando uno de sus pies.
En parte por esa lesión, 2023 fue un año de refugio para el artista, quien vive solo con sus dos perros y una asistente. De sus 3 matrimonios quedan dos hijos: André, antropólogo que vive en Brasil, y Francisca, diseñadora que no vive en Santiago.
Dice que solo no está: en su taller y en una bodega lo acompañan sus propios trabajos de toda una vida, ya numerados y clasificados, listos para ser expuestos en la Fundación Alas y Raíces, que iba a convertirse en un hito artístico y arquitectónico, pero que tuvo que frenar su desarrollo porque el financiamiento desapareció. Toral es una de las víctimas del estafador Alberto Chang, que se quedó con más de US$ 3 millones, que provenían de la venta del loft del Soho que el chileno se compró en Nueva York en los 70.
“No es necesario tanto dinero para pasarlo bien”, dice instalado en su taller, al que puede volver, rengueando un poco, tras el retiro de la bota ortopédica que usó los últimos meses. “Tampoco un robo así es como para deprimirse”, agrega, con esa templanza que dan los años y que hoy le permite enfrentar otro escándalo público de platas que, inesperadamente, lo está involucrando.
En las fotos que acompañan esta entrevista es posible ver, al fondo, parte del mural “La historia de Lota”, compuesto por 5 cuadros de 2m de largo x 3m de alto que sería instalado en una nueva etapa del Museo del Carbón de Lota. Todo el proyecto era de la Fundación ProCultura.
El 16 de marzo de 2022, Alberto Larraín, psiquiatra fundador de la organización y cercano al Frente Amplio, tuiteó una foto con Toral y ese mural al fondo: “Hoy visitamos al artista nacional Mario Toral, quien está haciendo un mural para Lota por encargo de Fundación ProCultura”.
“No quisiera estar en el pellejo de Alberto Larraín. Cerró la fundación, quedó enredada en el caso Convenios y es como el símbolo de eso. Si yo fuera él, no dormiría”, dice con humor. Con el mismo tono, confiesa que Larraín ni siquiera lo ha llamado para saber qué pasará con su mural. “Yo creo ni debe tener teléfono”, se ríe. “Con todos los problemas que tiene”, agrega.
“Igual es triste para la ciudad de Lota. Ya están protestando porque el pueblo espera esta obra”, comenta. El mural debía ser pagado en cuotas, de las que ProCultura sólo canceló la primera. Y aunque un ojo inexperto podría verlo bien avanzado, Toral aclara: “No está terminado. Y un cuadro sin terminar no tiene valor”.
–¿Ni siquiera uno suyo, uno de los pintores más vendidos y plagiados de Chile?
–No está firmado. Así que hoy es cosa de abogados. Si el cuadro no se paga, no es de nadie. Lo único que a mí se me ocurre es cuando se calmen las cosas, yo lo terminaría gratuitamente y lo donaría a la Fundación Alas y Raíces, que a su vez se lo entregaría a la ciudad de Lota. Pero no es un cuadro que puedas poner en cualquier parte. Los murales sólo existen si hay un muro, que iba a ser parte de la ampliación del museo donde se iba a instalar.
La vida de este artista, que hasta hoy pinta y escribe a diario, explica la tranquilidad con la que enfrenta este tipo de tribulaciones. A los 16 años, el joven Mario Toral decide dejar el colegio y la casa de su madre (su padre ya había fallecido) para viajar a Argentina.
Recién llegado, en la estación Retiro de Buenos Aires, fue estafado por primera vez. “Yo me había llevado unas monedas de plata antiguas de mi padre. ¡En una des esas medallas salía Carlos V de España! Las vendí y no me dieron nada, me engañaron. Pero yo estaba feliz, porque pensaba que con esto podía comer una semana”, cuenta, con ese brillo en los ojos de quien tiene un recuerdo vívido y agradable.
“Cuando miro hacia atrás y veo que a los 16 años salí del país prácticamente sin dinero y veo la juventud de ahora que recibe tanto.
Fui una especie de héroe por aguantar todas esas pellejerías. En todo caso, no me pasó nada tan dramático. Así como está este mundo, un joven de 16 años, durmiendo en las calles, me podrían haber violado. Pero salí virgen”, ríe otra vez.
–¿Qué lo motivó a irse así?
–Vivía corriendo la liebre, como se dice allá cuando no tienes qué comer. Pero no perdí el interés por la pintura. Por eso me fui. Para visitar museos. Mi motivación de fondo era el arte. Todo lo que viví fue como un tránsito para llegar al arte.
Toral trabajó en un restaurante en Mar del Plata. “Ahí todos me hablaban que Punta del Este era como el paraíso”, dice Toral, adelantando la siguiente estación en este tránsito. Como era un inmigrante ilegal, viajó escondido en un barco de Buenos Aires a Montevideo, pasando por Brasil, por un lugar que se llama Paso de los Libres.
“¡Mira la aventura! A los 17 años llegué a Uruguay y me tomaron preso porque era un muchacho extraño para los policías, quizás un carterista, ¿entendés?”, pregunta imitando el acento del lugar. Tampoco ayudó el hecho de que Toral portara una identificación falsa. O adulterada más bien. “Yo mismo le había cambiado la fecha de mi nacimiento a mi carnet. Pero lo hice muy mal y se notaba”, vuelve a reír. Aunque no es católico, dice que tuvo un ángel de la guarda protegiéndolo, porque luego de ser detenido, se hizo amigo del cónsul de Chile en Montevideo.
Él lo ayudó a ingresar a la Escuela de las Artes de Uruguay, su primer gran paso para lo que se convertiría en el oficio de su vida. “Ahí gané mi primera beca e hice amigos extraordinarios. Uno de ellos me introdujo en el mundo de la pintura y las adquisiciones”, recuerda.
Inquieto, el paso siguiente fue Brasil, donde siguió estudiando y pronto hizo sus primeras exposiciones. Estando en Sao Paulo conoció al que sería uno de sus grandes amigos: Pablo Neruda. El primer encuentro fue poco prometedor. El poeta ya era una estrella y, en un encuentro con el público, un Mario Toral de 18 años logró acercarse a Neruda y decirle: “’Hola, soy chileno’. Pablo apenas miró para atrás y dijo: ‘Mira, qué bueno’”. Y eso fue todo.
Cincuenta años después, ya convertidos en amigos y colaboradores (Toral ilustró algunas de las obras más importantes de Neruda, como “20 poemas de amor y una canción desesperada”), Mario le preguntó: “¿Pablo, te acuerdas de un chileno que te golpeó el hombro por detrás en Brasil y que tú le dijiste ‘qué bueno’. Era yo”. “Claro que me acuerdo”, respondió. “¡Mentira! Obvio que no se acordaba”, ríe Toral.
Tras Brasil, llegó el destino mas preciado para Toral: París. “En la Escuela de Artes me gané dos veces la beca como extranjero”, destaca.
–Y ahí en París no pasó tanta pellejería, ¿o sí?
–Sí, también. Era como que me acomodaba y después era pobre de nuevo. Era la montaña rusa. Altos y bajos. Siempre mi vida fue así.
París era una fiesta, y la siguiente parada lo fue aun más: Toral llegó a Nueva York y fue parte de la movida artística de los 70 y 80 de esa ciudad, con loft en el Soho incluido.
“Cuando llegué a Nueva York vivía de grabados, que son más fáciles de vender. Y pasó algo que cambió mucho mi vida: gané la beca Guggenheim dos veces. Entonces, eso me dio varios años de tranquilidad económica”, dice.
No sólo tranquilidad: Toral fue de esos primeros artistas que compraron viejas fábricas ubicadas en un barrio en decadencia: el Soho. “Nadie compraba esos departamentos, porque eran muy grandes, sin muros, antiguas fábricas que los artistas empezamos a usar”, describe. Los famosos lofts.
En el suyo, Toral tenía como vecino a Andy Warhol. “Yo me topaba con él en la verdulería. Porque Nueva York siempre ha conservado una cosa como de barrio, de feria libre. Entonces siempre podías encontrarte con un escritor o director, alguien famosísimo. No hay ayuda doméstica, no existe eso de tener una nana que haga todo”.
Así que Warhol iba a comprar sus verduras para preparar su comida como cualquier mortal. O casi. “Usaba una peluca distinta cada día que iba a la verdulería”, cuenta Toral.
El loft de Toral en el Soho se hacían fiestas memorables. Una vez, recuerda, contrató un garzón europeo que llegó vestido de frac y que recibía a sus invitados diciéndoles: “Bienvenidos a la mansión Toral”, cuenta.
–¿Tuvo muchos romances?
–Cuando uno da una entrevista, sólo puede hablar de las personas con las que uno se casó. Porque si no, sería una indiscreción. Pero si algún día me siento a escribir mi vida, ahí podré extenderme y explicar más.
Antes de casarse tres veces, Toral era fiestero, con visitas a la mítica Studio 54 incluidas, pero nunca bohemio. “No puedes pasar de largo toda la noche y al día siguiente a pintar. Por supuesto hay excepciones, como Bollerini y Modigliani. Pero mira a Picasso, murió casi a los 100 años. Los pintores somos muy trabajadores”.
–¿Pero sí fue parte de la bohemia neoyorquina?
–Sí, es inevitable. En realidad, Nueva York era un paraíso, por la cantidad de artistas, músicos, bailarinas, escritores, todos llegaban ahí. Como dijo un poeta, Nueva York es el océano del mundo. Hasta que llegó el SIDA. Y ahí se acabó.
–¿Fue muy radical el cambio?
–Eso fue al principio en los 80. La gente tuvo un temor inmenso que lo cambió todo: que si tú le dabas la mano a alguien te podrías contagiar. Era como una maldición de Dios. Y eso se notó en todo ámbito. No sólo en la comunidad gay, en la vida social de Nueva York. Ya no había vida social. Porque la gente pensaba que si tomabas un vaso que antes había tomado alguien contagiado, te podías morir.
A principios de la década siguiente, Toral recibió un doble llamado de su país: el Metro de Santiago lo contactó para pintar un mural de 1200 metros en la estación Universidad de Chile, obra monumental que se mantiene como uno de los murales más grandes y atractivos del mundo, destacado frecuente en revistas turísticas. El otro llamado era de la Universidad Finis Terrae, que lo convocó para fundar la Escuela de Artes, que ya lleva 30 años formando nuevos creadores.
–Después de esa vida que tuvo afuera, ¿no se siente solo en esta casa tan grande en Santiago?
–Mira, los hijos ahora viajan mucho, en todo el mundo. Yo mismo viajó mucho desde muy chico. Las relaciones ahora son distintas. Los tiempos han cambiado. Hay que respetar la vida de ellos. No quiero ser un consejero, porque simplemente no te hacen caso.
–¿Entonces está feliz en esta etapa de su vida?
–No. Porque quiero hacer más cosas, terminar mi obra, mejorar. De eso yo te podría hablar mucho. Por ejemplo, esos dibujos que están allá. La imagen de mis acuarelas antes, era más sutil, delicada, y lo que voy a hacer ahora, que son estas cosas en negro (muestra nuevas acuarelas), es distinto.