El 16 de agosto de 1977 yo tenía 4 años y 8 meses. Era chica para el amor, pero estaba profundamente enamorada de Elvis Presley. Y era tan ingenua que pensaba que, cuando fuera grande, iba a casarme con él. Inocente hasta a tal punto que, con mi hermano, creíamos que si desarmábamos nuestra radio a pilas, los artistas estarían cantando ahí, convertidos en humanos en miniatura. Esa idea, supongo, la habíamos sacado de “Tierra de Gigantes”, una serie en la que los protagonistas eran personas de carne y hueso, pero eran tan pequeñitos que cabían en la palma de la mano de un humano normal.
Yo escuchaba “Love me tender”, por ejemplo, y salía disparada a desarmar la pobre radio. Siempre tenía la misma explicación para el fracaso; me demoraba mucho y Elvis se había ido. Afortunadamente con mi hermano habíamos aprendido a rearmarla, así que nuestra abuela no se daba cuenta. Yo le ayudaba a buscar a Los Beatles y él me ayudaba a buscar a Elvis.
En esa misma radio escuché la noticia y me congelé; el rey del rock había muerto.
El año anterior se había muerto mi abuelo así que yo ya entendía qué era la muerte. Significaba que nunca iba a atrapar a Elvis escondido dentro de la radio. No me casaría con él. Ni siquiera lo conocería. Me descoloqué y lloré. Con pena, mucha pena.
Apenas mi familia escuchó la noticia, prendió nuestra tele a tubo. Esos televisores se demoraban en calentar y los minutos se me hicieron eternos. Y no sólo a mí; en mi casa todos eran fans de Elvis. Finalmente la tele prendió y confirmamos la noticia. El mundo entero estaba impactado.
Esa noche me quedé dormida mirando mi póster.
Así fue como aprendí que los artistas no estaban dentro de la radio convertidos en miniatura. Porque Elvis sonó durante semanas, a cada rato. Cómo iba a estar escondido en la radio si estaba muerto…
Pero la comprensión de una niña no es la misma que la de un adulto. Desde su muerte, cada semana daban alguna de sus películas. Yo las veía todas y a veces, por pocos minutos, olvidaba que estaba muerto y me imaginaba con él cuando fuera grande. Luego recordaba la verdad y se me humedecían levemente los ojos. Mi amor por Elvis era real.
En particular recuerdo “Viva las Vegas”, con Anne Margret como coprotagonista. Ella bailaba como los dioses y yo la envidiaba. Quería bailar como ella alguna vez, pero sobre todo quería ser ella, que Elvis se hubiese enamorado de mí como en esa película.
Con el tiempo asumí la realidad, pero nunca-nunca dejé de amar su música. Ya grande, siendo periodista, una gran amiga me regaló el DVD de su mítico recital “Aloha From Hawaii”, uno de los mejores regalos que he recibido. La gente que me conoce bien siempre me da cosas relacionadas con el rey; figuritas, tazones, naipes, portavasos, libros de fotografías, discos, hasta un jabón con su cara tuve alguna vez (bueno, ese me lo compré yo).
Y acá viene una confesión. Hace muchos años trajeron a Chile un espectáculo que se llama “Elvis on tour”. Un concierto con los mejores dobles de Elvis (algunos de esos cantantes eran tan fanáticos que se habían hecho operaciones plásticas para parecerse al rey). Yo sabía que era un poquito ridículo ir a “ver” a alguien que murió en 1977. Pero igual fui con dos amigos. Lo pasamos tan bien que se nos olvidó la ridiculez. Canté todas las canciones y, sin pensarlo, tiré una talla en medio de un silencio entre canción y canción. Grité –en serio, no estoy inventando —:“Elvis, no te mueras nunca”.
La gente que estaba a mi lado se río mucho. Yo también. Pero ahora que lo pienso y tomo en cuenta “mi” historia con Elvis, creo que no fue tan en broma esa talla. Porque para mí él siempre estará vivo.
You are always on my mind, Elvis.