Después de 22 AÑOS de matrimonio, me separé. Si bien la decisión fue conversada, fui yo quien dio el primer paso.
Para la mayoría fue una sorpresa porque no nos veían pelear ni gritar, pero había un quiebre silencioso entre nosotros. Nuestra plantita por más que la regué, aboné, desmalecé y hasta la trasplanté, estaba muriendo. El problema era otro: las raíces. Con el tiempo aprendí que las parejas más sanas no son las que no discuten, sino aquellas que saben parar a tiempo y también detener una escalada antes de que sea imposible revertirla.
Había amor y respeto, pero las heridas, miedos, indiferencia y el egoísmo estaban a un paso de quebrarnos. Por más segura que me encontraba con esta decisión, soltar me partió el alma.
Me casé súper joven, tuve cuatro niños (bien seguidos uno de otro) y con el tiempo inevitablemente cambian los gustos, prioridades y necesidades. Y los nuestros no tomaron la misma dirección y nos fuimos distanciando.
Lloré desconsolada, desgarrada, angustiada, porque era el fin de mi proyecto de vida.
Las lágrimas son necesarias y ayudan a procesar el duelo, pero yo batí todos los récords. Incluso, tuve que ir a mi dermatóloga para que arreglara mi deshidratada, demacrada y ojerosa cara. Había que empezar a resucitar, volvía al mercado y así no podía salir a la calle.
Cada uno de nosotros empezó a rehacer su vida, conocimos gente distinta y comprobé que de amor nadie se muere.
Él, por su parte, empezó a ir al sicólogo, cosa que por años le pedí. Que fuera su iniciativa fue una sorpresa, porque terapiarse no es fácil, no es un camino de rosas; implica humildad, trabajo, perseverancia.
Creo que la gran mayoría de los hombres necesita “ver para creer” y sólo un terremoto grado 10 en la escala de Richter recién los remece.
Yo me he terapiado durante muchos años en mi vida, creo que es la mejor inversión que podemos hacer por nosotros mismos y nunca es demasiado tarde para empezar.
Durante ese tiempo, tuve la suerte de que me apareciera en Instagram Soledad Grunert, una sicóloga especialista en heridas de infancia, apego y parejas. La empecé a seguir y sus posts eran justo lo que necesitaba oír (seguro Siri me escuchó).
Un día le mandé a mi ex la información de un taller que me tincaba mucho para él. Lo hizo, le encantó y me comentó que había otro que podríamos hacer (una indirecta muy directa). Se llamaba “Reconectar”, era online y lo podíamos realizar por separado.
La verdad es que terminó siendo ‘publicidad engañosa’, porque después de algunas sesiones tuvimos que juntarnos…
Desde ahí partimos conversando civilizadamente y, después de un tiempo, me preguntó si quería ir a terapia de pareja. Acepté.
Bendita Maritza, con cuánta paciencia, amor y empatía nos recibió. ¡Y todo lo que tuvo que ver y escuchar!
Luego de varias sesiones, cuando ya podíamos conversar sin que ardiera Troya, íbamos a comer después de cada consulta. Comenzamos a re conocernos en esta nueva relación y a coquetear de tal manera que hacía aletear mis ‘maripositas’ como nunca. En una de esas citas no-citas me pidió pololeo y, a los pocos meses, me regaló anillo y me propuso matrimonio de nuevo.
Nos RE-elegimos, no retomamos la relación donde quedó, sino que creamos una nueva, distinta.
La vida nos separó para crecer, mejorar, aprender de los errores y reparar el daño.
Hace unas semanas, y 25 años después nos volvimos a casar, esta vez con nuestros cuatro hijos de testigos.
¿La cantidad de tiempo separados hizo la diferencia? No creo, lo importante estuvo en el proceso interno que se trabajó.
Lo principal es prevenir y no lamentar. El amor no sólo es un sentimiento, es un compromiso diario que implica la decisión consciente de amar, cuidar, nutrir y reparar. Y eso estamos haciendo.
¿Tropecé de nuevo con la misma piedra? No, esta es una piedra distinta, mejorada y corregida, una versión 2.0 que me gusta mucho más que la que conocí en mi juventud.