La cocinera dice que la gente se aburrió del arribismo, y que ella representa lo contrario. Esta es la historia de una mujer que siempre se sintió insuficiente. Que llegaba a la escuela de música manejando pero estacionaba lejos para que nadie supiera que tenía auto, y que sueña con tener una casa propia llena de árboles frutales en Ñuñoa. Pero también es la historia de una reinvención permanente, de una autoestima dañada y de superación personal.
La casa de Connie Achurra no es la casa de Connie Achurra. Es la casa que arrienda hace quince años en el límite entre Ñuñoa y Providencia, justo en una esquina. Tiene una cocina enana y llena de color, hay dos cuartos, el principal y el de sus hijas (Julieta y Luciana), un comedor con una mesa donde caben nueve personas, un sillón, y un piano. Al fondo, un caos creativo. Allí funcionaba el antiguo taller en el que ella restauraba muebles, y que fue el puntapié inicial de este huracán Connie que hoy se nos aparece hasta en la sopa. Hay servilletas de todos los tipos y colores, platos y platitos, fuentes de todos los tamaños, miles de tazas, cuadros. Típica casa de artista. Nada en el mundo de la hija de Patricio Achurra -galán de teleseries de los ochenta- y Ximena Díaz es blanco o negro. Todo es amarillo, rojo, calipso, verde, fucsia, naranjo.
-¿Alguna vez te imaginaste que ibas a terminar convertida en este personaje tan multifacético?
-Yo salí del Saint John’s, un colegio de monjas en La Reina en donde me iba como las pelotas porque lo mío era la música. Me portaba pésimo, hacía la cimarra, fumaba a escondidas, pero me querían mucho porque cantaba en la misa y en la fiesta de graduación, entonces tenía como carta blanca. Sabía que mi futuro iba a estar por ese lado. Salí del colegio y entré a estudiar diseño porque había que entrar a la universidad. No había ninguna opción de entrar a un instituto o a una academia, las niñas “de colegios bien” teníamos obligación de ir a la universidad y a mí no me daba para entrar a teatro en la Chile porque salí con promedio 5,6, así que me metí a diseño porque me imaginé que igual tenía un poco de arte. Y en el último año, cuando debía empezar a hacer la práctica y fui a ver agencias, me dio una depresión enorme. Lo único que yo quería era cantar, irme de gira… Estudié la carrera entera pero no me titulé. Me salí.
-¿Y qué pasó con lo de la ‘niñita bien’ que tenía que ir a la Universidad?
-Me acuerdo que cuando hablé con mi mamá y mi papá se miraron y me dijeron “yapo”. En realidad estaban esperando que les dijera, era obvio que no estaba contenta. Me la pasaba escuchando Sui Generis, Charly García, Pedro Aznar, y en paralelo cantaba en festivales; estaba en la academia de Miriam Hernández, tocaba en bandas, mi papá me metía a clases por todas partes. En ese momento también murió mi padrastro. Tuvo un accidente que fue como bien marcador, y fue una señal más de que algo tenía que cambiar.
Los problemas de autoestima de Connie Achurra empezaron en la pubertad, cuando empezó a sentirse permanentemente “insuficiente”. Allí comenzaron sus trastornos alimenticios (bulimia y anorexia), que durante años supo esconder. Pero el tema físico no era lo único que le hacía ruido. Nada a su alrededor le hacía mucho sentido.
-¿Qué tenías ganas de hacer? ¿Cantar y tocar el ukelele en el metro? ¿Ser artista callejera?
-Quería cambiar de ambiente. Cuando era chica yo veraneaba en Cachagua. Mi tata fue una de las primeras personas en construir casa y nunca me sentí cómoda. Sentía que no encajaba. Siempre me sentía incómoda. No le veía ni un brillo, no me llamaba la atención ni la gente, ni los temas de conversación. Meterme a estudiar música en una escuela pituca no me convencía, y terminé en la SCD, que ya no existe; estaba en Barrio Bellavista y era absolutamente pluralista; era lo que yo quería. Ahí fue la primera vez que lamenté no haber tenido el puntaje para haber entrado a estudiar a la Chile. Entré ahí, y mis compañeros por primera vez eran de Maipú, de La Florida, de Estación Central, Recoleta, San Bernardo. Era gente valiosa por lo que era y no por lo que tenía, con méritos propios… Y a mí me daba plancha decir que vivía en Las Condes. Yo iba en auto y me estacionaba como a veinte cuadras para que nadie supiera que llegaba manejando.
-¿Y cuándo te preguntaban de dónde eras qué decías?
-Mentía. Decía que vivía en Ñuñoa. Me daba plancha decir que vivía en Las Condes porque pensaba que me iban a prejuzgar. Después, una vez que me conocieron, obviamente dije la verdad. Yo veía a los artistas, y decía ‘por qué chucha no nací en ese circuito’. Necesitaba abrir el mundo para encontrar cosas que me apasionaran y justo mi papá empezó a hacer un curso vespertino, así que empecé a estudiar al mismo tiempo música y teatro. Creo que fueron los años más felices de mi vida. Terminaba a las 12 la noche. Tenía un pololo que vivía en Pudahuel y lo iba a dejar para que no se fuera en micro.
Esos años dorados a los que se refiere los pasó trabajando con su hermano Ignacio, “que sí estudió Teatro en la Chile”, y la invitó a participar como músico en una obra. Estuvo de gira, hicieron funciones en las plazas, y vivió la vida que quiso. Connie volvió a la universidad y estudió pedagogía en música. “Cuando pude irme a vivir sola, lo primero que hice fue irme a a Ñuñoa. Tenía 24 años y cumplí el sueño de mudarme a un lugar que estaba en pleno Irarrázaval. Fui súper polola, fui fresca, carreteaba, en esa epoca sí que lo pasé la raja”.
-¿Tu tema con la comida en ese momento estaba resuelto? ¿Te encontrabas mina?
-No. Fue un gran momento pero nunca me encontré mina. Siempre tuve entre cinco y siete kilos de sobrepeso, nunca fui obesa, pero tampoco me creía mina. Pasaba por etapas, pero siempre me miraba al espejo y me sentía insuficiente. Esa fue mi sensación desde los trece años, como que no calzaba con el prototipo físico que tendría que haber tenido.
-Pero por lo que venimos hablando no era un tema sola- mente físico. No calzabas con nada de lo que te rodeaba o de lo que se suponía que te tenía que gustar.
-Es verdad. Era todo. Siempre tuve muchos problemas de autoestima. Yo cantaba y pololeaba, era súper extrovertida y querida por todos, pero siempre tenía la sensación de no estar conforme. Nunca era lo suficientemente flaca, ni lo suficientemente linda, ni lo suficientemente nada. Creo que también tiene que ver con mi educación. Piensa que yo fui a un colegio de monjas, y soy súper pechugona desde muy chica, y mi cuerpo ya no calzaba con el standard de la niñita elegante.
-Ibas a Cachagua y se te salían las pechugas
-Un espanto. Obvio. Ya había una apariencia física que no calzaba con el lugar. Lo elegante era tener poca pechuga y yo estaba con traje de baño entero y no existían los minimizer, así que me ponía de a tres sostenes. Siempre estuve incómoda con mi cuerpo, con mi apariencia. Tuve una bulimia muy severa desde los 13 años, y lo disimulé hasta que mi pillaron. Mi hermano sospechaba, y un día me abrió la puerta del baño y me vio. Ahí empecé una seguidilla de tratamientos durante años, pero nunca lograba llegar a un equilibrio. Estaba con 5 kilos de más, o 5 kilos de menos. Y esa época coincidió en que se murió mi padrastro, mi hermana chica era una guagua, mi mamá quedó viuda, y ahí empezó mi peregrinaje por distintos tratamientos. Comía chocolates, galletas. Me gastaba 25 mil pesos en golosinas, me encerraba en el baño, comía y después vomitaba. Durante años. Y después estaba una semana sin comer. Todo era extremo.
-¿Y cuándo empezó como el camino de sanación?
-Te diría que en esa época en que me fui a vivir sola y empecé a tener la vida que yo quería, tenía la cabeza tan ocupada que esto dejó de ser un tema. Siempre seguí en tratamiento, pero fue un buen momento. No estaba sanado pero sí lo tenía controlado. Yo sentía que lo tenía bajo control.
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