En casi dos horas de entrevista, la actriz repasa sus 40 años de carrera y 60 de vida en uno de sus momentos más difíciles, donde combina el éxito en el extranjero con pérdidas personales. Aquí habla de sus muertos, de ser actriz, de política, del miedo y también de la muerte reciente de su papá.
Por Marisol Olivares Fotos Simón Pais
En 1997, el actor Héctor Noguera cumplió 60 años de vida y 40 de carrera. Lo celebró en grande, con un espectáculo en la Estación Mapocho, donde amigos actores y parte de su familia estaban en el escenario.
Este año, su hija Amparo cumplió el mismo aniversario –60 de vida y 40 de carrera– pero hasta el momento de esta entrevista no se había dado cuenta de esa coincidencia. Este año, el metrónomo corrió al ritmo que quiso: a veces muy rápido, otros lentos, y también se detuvo.
Desde su estreno como actriz en 1985 con “Ardiente Paciencia”, bajo la dirección de su padre, el actor Héctor Noguera, Amparo suma casi 150 proyectos en Chile y debutó hace poco en el extranjero. Una escena marca esta conmemoración que pasó por alto: ella, en la película argentina “La mujer de la fila”, donde Marta, su personaje –una mujer porteña, medio marginal, medio gitana– canta y baila “al final, la vida sigue igual” de Sandro junto a Natalia Oreiro, ambas con los labios morados de tanto tomar vino tinto con agua mineral.

Para esta entrevista, la actriz está en el living de una casa que no es la suya, en el barrio de Pedro de Valdivia Norte, y abraza a un perro que tampoco es suyo, pero que la conoce y le lame las manos cuando las aprieta. Desde hace dos años, cuando se separó del actor Marcelo Alonso, vive con su perra Otilia en una casa en Ñuñoa. Delgada, sin maquillaje, con jeans, polerón, pelo amarrado en un moño que cae por la espalda, responde emocionada varias veces: pasa de la pena a la risa nostálgica y al pudor cuando le piden recordar reconocimientos profesionales. Se pasea por el miedo y también por lo bueno que va a venir. Varias veces se toma las manos y se toca los ojos como si sintiera vergüenza.
“Al final la vida sigue igual. Inevitablemente sigue igual… y uno tiene que buscársela. Pero creo que no hay que confundir el concepto de que la vida sigue con la ausencia del dolor que aquello implica”, dice, recordando la escena de la película. Se detiene varios segundos, reflexiona y concluye “y de la felicidad también”.
El 29 de octubre, en el Templo Mayor del Campus Oriente de la Universidad Católica, Amparo Noguera participa en el funeral de Héctor Noguera. Un escenario para el que nadie está preparado. Con anteojos prestados, voz rota y ojos rojos, despide a su padre y le desea que encuentre las respuestas para las preguntas que tantas veces se hizo. Y le regala el último adiós público con una frase de Calderón de la Barca: “que la vida es una ilusión, y que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”.
Dos días antes de la muerte de Héctor Noguera, el perro más cercano del actor, Clarín, murió de un edema pulmonar. “Teníamos que sacrificarlo porque estaba viejo y sufriendo, pero fue sabio y partió antes. Mi papá estaba con metástasis en los pulmones y no entiendo esa coincidencia, cómo son los perros”, dice Amparo. Pero a los segundos aclara algo que dirá varias veces: “mi papá tenía 88 años. No se murió de viejo, se murió de cáncer”.
–A tus 33 falleció tu madre, ¿cómo vives estos duelos con casi la mitad de vida de diferencia?
–Fue muy distinto. Mi mamá (Isidora Portales, destacada productora teatral) se demoró mucho más. Su cáncer duró un año y medio. Yo era más chica. No sé exactamente cómo se enfrentan esos duelos. Quizás ahora tuve menos ansiedad de que una persona se mejore, que tiene que hacer todo para salir de ahí, estar en la clínica, hacerse tratamientos, porque la vida sigue, porque vamos a salir de esto, porque estamos aquí. Mi mamá tenía 63. Mi papá tenía 88, pero insisto, mi papá podría haber seguido trabajando, si no hubiera sido por este cáncer.

–Entonces lo de tu padre fue menos “esperable”.
–Tuve a mi mamá hasta a los 33, tuve a mi padre hasta los 60. Perder a tu padre a esta edad es parte de la vida. Tuve el privilegio de tener a mi padre 60 años en un país donde mujeres mueren sin saber lo que pasó con el suyo, con su esposo o con su hijo. Lo que se me hace difícil en el caso de mi papá es que era una persona excesivamente activa, de ir a grabar una teleserie y después ir a hacer una función. Y eso ocurrió hasta hace muy poco. Hace tres meses, dos antes de que él muriera, mi papá era una persona activa, que estaba trabajando. Por eso, a pesar de que es normal y es parte de la vida que tu padre se muera, sobre todo a cierta edad, en el caso de mi papá a mí me cuesta ponerlo ahí. Porque no se murió de viejo.
–Dices que tu mamá tenía que hacerlo todo para vivir…
–Sí, clínicas y vamos adelante, y ya. Y con toda la euforia que esa juventud, digamos, implicaba. Con toda la ansiedad, y el cansancio de estar todo el día en una clínica. Con mi papá fue distinto.
–¿Sin esa insistencia?
–Con él aproveché de hacer algo que con mi mamá hice menos, y que entendí mucho después: tocarlo. Tocarlo. Hacerle cariño, tomarle la mano, hacerle masajes, tocarlo. Y entender el valor de estar con él mientras él estuviera. Se murió súper acompañado por su familia. Muchos amigos dejaron de ir a verlo de un momento en adelante. Por eso entendí el valor del contacto; lo encontré. Sí, y la paz con la decisión del otro, de su decisión con respecto a la muerte.
–Con tu respuesta se entiende que él no quiso seguir un tratamiento. Y como dices, tu papá murió de cáncer, no de viejo. ¿No te da un poco de rabia su decisión?
–No, para nada. Tuve paz con su decisión.
–¿Y rabia con la muerte?
–Rabia con la muerte no. Miedo, sí. Creo que tengo miedo a que la muerte se trate de sentirse mal físicamente, del dolor. Eso no me gusta. Creo que es importante tener una ley de eutanasia. Qué alivio sería vivir en un país que tuviera esa ley.

–¿Te quedaste con algo físico de tu padre?
–Estamos viendo, no sabemos mucho. Pero sí, me quedé con algo: Ya no veo nada de cerca, tengo que leer con anteojos, pero a esta distancia (apunta un metro) veo perfecto y pierdo la costumbre de meterme los anteojos en mi cartera. Íbamos todos a verlo todos los días, a pasar el día con él, y nunca llevaba mis anteojos. Él tenía los suyos junto a su teléfono y un libro, al lado de su silla. Yo siempre le decía “papito, papito, préstame los anteojos”, y me ponía los suyos. Hasta que al final como que se enojó y me dijo, “pero Amparito, ¿qué pasa con tus anteojos?”. Papá, le decía, se me quedan todos los días. Ahora me quedé con sus anteojos, los tengo guardados ahí bajo siete llaves. Él hacía un rito muy personal en la noche, antes de dormir: siempre prendía una velita. Me quedé con los dos fósforos con los que prendió la última.
El 14 de noviembre, Amparo Noguera volvió al Teatro Camino, ese espacio creado por su padre en la década de los 90, cuando le decían que nadie iba a ir a morirse de frío a un teatro en la punta del cerro en la Comunidad Ecológica. Ese mismo espacio que Héctor Noguera, poco antes de morir, sugirió que no usaran para velarlo, “porque se iba a hacer muy chico”. Ese sábado a mediados de noviembre, con 30 grados en Santiago, las butacas se llenaron.
Amparo Noguera, con drama, humor negro y articulación perfecta incluso para nombrar medicamentos de verbalización imposible, narra por casi una hora el monólogo “La Persona Deprimida” escrita por David Foster. Un texto que ese día tiene un impacto doble: es la primera vez que Amparo se para en ese escenario tras la muerte de su padre.
–Cuando un personaje grita, llora o sufre, es la misma actriz la que lo vive. ¿No es arriesgado representar un papel así justo ahora y en un espacio tan propio?
–Hay una energía ahí, una conexión. A mí, personalmente, si no la tengo, me cuesta mucho actuar. Se me hace muy cuesta arriba. Se vuelve un trabajo físico nomás. La emoción es un trabajo al que uno tiene que abrirse y acceder te facilita las cosas. Hay un desgaste, pero los actores también debemos saber salir de esos lugares. Después nos vamos a comer algo, a tomarnos una copa de vino, o te vas a tu casa y estás con tu familia, con tu perro, con lo que sea. Y eso te tiene que hacer salir. Si no sales, a diferencia de lo que la gente cree, no es conveniente ser actor, puede ser un lugar muy peligroso psíquicamente. Le aconsejo a las personas que no son capaces de salir de esos estados rápidamente así como se es capaz de entrar, que no es una carrera para ellos.
–Pero no es solo una persona deprimida, es desde el teatro de tu papá.
–Y estar allí es súper, súper, súper especial; es lindo. Ese día, la primera vez que entré, era extraño sentir su ausencia, pero no la sentía tanto la verdad. Está lleno de fotos de él y como que de a poco a poco me voy dando cuenta de que no está, no es inmediato. Pero creo que él está feliz en donde esté, súper feliz y aliviado de que esto siga.
–Tu papá se sentía súper orgulloso de haber formado no solo una familia, sino una familia como gremio. ¿Han conversado sobre quién va a asumir ese rol de dirigente gremial?
–No, para nada. Somos cinco hermanos, alguna vez fuimos seis. Piedad, que es la mayor, es productora de Teatro Camino y un poco mano derecha de mi papá; luego vengo yo, después Diego, que es actor y músico; la Emilia y después Damián, que también es compositor de música contemporánea y otras cosas muy elegantes. No hemos hablado de quién va a asumir el rol. Lo que sí queremos es que esto siga, con lo difícil que es tener un teatro en Chile. Por eso esta obra vuelve aquí en enero con “Teatro a mil”.

La cinta “La mujer de la fila” narra, a través de Natalia Oreiro, el caso real de una madre cuyo hijo fue acusado injustamente de un robo y por nueve meses va a verlo a prisión. Allí conoce a tantas mujeres que, como ella, hacen la fila con ropa, alimentos, para ver a sus hombres queridos. La mayoría de las mujeres que actúan como familiares de los presos, son reales.
Amparo no llegó por casualidad a ocupar el rol de Marta. La directora argentina, Laura Berch (“La Sociedad de la Nieve”), la sugirió luego de verla actuar en el teatro. Rodrigo Palacios, el director, la vio en las películas de Pablo Larraín y también en teatro, y supo altiro que sería la más adecuada para el rol. No hubo casting, sino una sola condición de Palacios: “que el acento argentino le saliera creíble”. Por eso, en abril de 2024, Amparo se fue a vivir un mes al barrio de Villa Crespo. El acento porteño cerrado de Marta, su personaje, salió solo. Para el próximo año, Amparo tiene al menos tres películas confirmadas; serán estrenadas en el cine, una de ellas en Argentina.
–¿Te imaginaste esto alguna vez? Has sido parte, además, de los equipos de casi todas las películas chilenas nominadas al Oscar.
–No, no me lo imaginé, pero tampoco creo que haya sido mérito mío. He tenido papeles más bien secundarios.
–¿Te reconocen fuera de Chile?
–En Argentina sí, harto. El streaming democratizó harto en cine y para los actores es más trabajo.
–En la mayoría de las profesiones uno se va desactualizando con el tiempo. Pareciera que con el teatro es al revés, como que nunca se es peor actor.
–Sí, creo nunca se es peor actor, uno va aprendiendo siempre. Hay ciertos momentos donde me imagino que uno se establece como un algo, ¿no? Y los crecimientos artísticos son más personales. Hay un momento en la vida donde las elecciones que uno tome como actor son súper determinantes para tu aprendizaje y para el lugar que tú vas a ocupar.
–¿Cómo se sigue aprendiendo después de 40 años actuando?
–Ayer grabé el teaser de Allegados (película basada en el libro del periodista Ernesto Garratt), sobre una madre que vive con su hijo en la Villa Frei. Me tocó trabajar con un chico alumno de teatro en la Católica de primer año. Y lo lindo es que yo dependo ahí, en ese teaser, de ese chico. Yo dependo de él, como él depende de mí. Y eso me da vitalidad.
–60 años es la edad de jubilación de las mujeres. ¿Qué esperas ahora?
–Trabajar solo me abre puertas imaginarias y mentales. Eso quiero, a mis 60 y de aquí en lo que me quede de vida, como mi papá. Este chico que estaba ayer fue uno de los tantos estudiantes de teatro que estuvo en el Campus Oriente haciendo la guardia mientras mi papá era velado en esos dos días. Y después de tres semanas, yo trabajo con él. Encuentro que esos cruces que da el teatro son hermosos. Y son mágicos. Son vitales.
–¿Hay algún actor que admires por cómo envejeció en el escenario?
–Sí, Jaime Vadell, Delfina Guzmán y, por supuesto, mi papá.
El 27 de octubre, el Presidente Gabriel Boric interrumpió una actividad en La Moneda para ir a despedirse de un amigo que iba a partir. En la prensa trascendió que ese amigo era Héctor Noguera. El encuentro se concretó a través de la ministra de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, Carolina Arredondo. El Presidente fue el único fuera de la familia que estuvo ese día.
El compromiso político de los Noguera es conocido. Amparo, personificando a María Magdalena (Romané), participo en la segunda vuelta de la campaña de Boric. Pero su rol fue más allá: mientras la Concertación gobernaba, había un relato político-actoral desde TVN donde Héctor y su hija fueron protagonistas: el alcalde corrupto de Sucupira; el levantamiento salitrero en el norte que terminó en matanza; la vida de los gitanos; las forestales en Chiloé donde ella encarnó a su personaje televisivo más inolvidable: Rosita Espejo. Para Amparo, ser despedida de TVN también fue un duelo. Cree que las teleseries son parte del rol que debe cumplir la televisión pública “porque las teleseries tienen el rito familiar y te sienten parte de su familia. Y cuando te ven, te tocan y abrazan”.
A dos semanas de la segunda vuelta presidencial, advierte: “todo lo que diga puede ser usado en mi contra”.
–¿Te llamaron para hacer campaña?
–Kast no me llamó (se ríe).
–¿De Jeannette Jara?
–Sí, me han pedido. Estoy en un momento en el que prefiero pasar de eso. Por supuesto que voy a votar por Jannette Jara, de todas maneras. Bueno, esta entrevista sale después de la segunda vuelta, así que no ganamos ni un voto con esto.
–Con el Presidente Boric, ¿tienes una relación personal?
–No. Se fue a despedir de mi papá pocos días antes que él muriera. Quizás tengo un poquito más de relación que otras personas, pero muy poquito. Es una persona tremendamente cercana. He estado con él en muy pocas situaciones sociales, pero a mí él me encanta. Creo que fue para este país un alivio, un espacio de dignidad y humano muy importante. Hizo cosas importantes: el cierre de Punta Peuco, sistemas de salud que sé que funcionan mejor, la inclusión de la salud mental de verdad en el GES cuando para hacer terapia en este país hay que ser millonario.
–¿Lo tratará mejor la historia que las encuestas?
–Por supuesto que sí.
–¿Y qué te pasa con esta elección?
–Kast para mí significa algo que jamás pensé que podía volver a estar en la palestra, ni siquiera en una segunda vuelta. Me parece un retroceso político extrañísimo. No entiendo qué es lo que realmente quiere la gente. Este es un país que hace muy poco pasó por una dictadura. Militar Kast no es, pero que para mi gusto ha sido una persona muy ignorante e insolente con respecto a problemas políticos, detenidos desaparecidos, derechos civiles y sociales. Me parece muy grave la posibilidad de volver ahí. Pero más allá de eso, tampoco va a ir a ningún debate salvo a los obligatorios, le dijo que no a Don Francisco, me parece súper patético. Y me encanta que haga esas cosas porque siento que la gente que de repente por momentos es tan populista para elegir un presidente, estas cosas les pueden resonar. Es como que se estuviera ocultando.
–¿Qué es lo que te provoca más miedo o más rechazo?
–La permanencia de la cultura en nuestro país, que no es solo la ópera ni el ballet clásico, y que me encanta y me emociona ver. Pero hay otro aspecto: los derechos civiles. Las decisiones personales que nosotros como ciudadanos podemos tomar apoyados por un gobierno o no. La discriminación, el maltrato físico y moral a gente de bajos recursos, inmigrantes. Estoy de acuerdo con que es un problema que hay que solucionar y se debe regular, pero me da miedo la solución que se exponga. Creo que siempre la derecha ha puesto en sus debates un discurso de miedo, medio guerrero, hacia los derechos de las personas. Eso de hablar de poner estas minas antipersonales, estamos hablando de mutilaciones. ¿Cómo una persona puede llegar a pensar algo así? ¿O decidir sobre el aborto, sobre una mujer? ¿O sobre las relaciones personales, afectivas? Creo que es un retroceso, que la vida ha cambiado demasiado. Partimos como primates y fuimos desarrollando nuestro cerebro, y ahí fuimos descubriendo que existían otras posibilidades en cuanto a todo: sobrevivir, amar, existir. Y creo que todo eso va a retroceder porque nos va a obligar a estar en un país mucho más inhóspito, más caro de lo que ya está. No sé, me imagino que todo se va a privatizar de nuevo. Me da miedo. Y como actriz me da particularmente miedo.

En el libro “Autobiografía de mi padre”, escrito por Damián Noguera, Héctor Noguera repasa sus años en el San Ignacio, las misas en las que se pedía por la conversión de Rusia y los masones, con el Padre Hurtado jugando pichanga con sus compañeros y poniendo carteles de justicia social en los arcos. Aunque se definía a sí mismo como no católico, en todo el relato de su infancia está marcado el tinte jesuita. “Mi papá era súper religioso, en el amplio sentido de la palabra. No solo occidental, sino que también muy conectado con el budismo y otras cosas”, dice Amparo.
–¿Y tú tienes alguna conexión espiritual?
–Ahora la tengo con mis muertos. Sí. Pero tengo algo católico a fuego. Porque, ¿sabes qué?, cuando uno ha sido educada bajo la religión católica eso no se va más. Hay algo que queda ahí. Uno puede tener ciertas críticas, alejarse de la Iglesia, no sentirse identificado ahí. Pero tengo algo católico, sí, obvio: culpa, cartucha. Conservadora, finalmente (…) Todos los colegios a los que fui fueron católicos. El último, el Saint George’s, era católico, pero más abierto. Uno podía elegir si se confirmaba o no. Yo no me confirmé.
–¿Llegaste hasta la primera comunión?
–Tuve primera comunión con velo duro, espantoso. Fue bonita esa primera comunión porque fuimos una familia católica, pero con el golpe de Estado dejamos de ir a la iglesia. Hice la primera comunión con mi hermana Piedad en el colegio Santa Teresa de Jesús, de monjas. Todas mis compañeras se fueron a sus fiestas y misas. Con mi papá y mi mamá fuimos a una misa que daba el cardenal Silva Henríquez en la catedral. Fue un momento político y social. No fui a las misas de la esquina de la casa.
El 28 de octubre Amparo volvió a la iglesia. Despidió a su padre en la capilla del Campus Oriente con la cita de Calderón de la Barca que su padre presentó en teatros grandes, en colegios, e itinerando por regiones y pueblos chicos.
–“La vida es sueño, y los sueños, sueños son”. ¿Por qué elegiste esa despedida?
–“La vida es sueño” es una obra que mi papá trabajó durante toda su vida; la llevó consigo como una especie de guía. Elegí leer ese texto porque vivimos una realidad que no sabemos si es la única y lo hacemos como si fuera la única posibilidad. Creo que somos parte de un universo que no conocemos y que no sé cuándo terminaríamos de conocer, supuestamente con la muerte. La muerte va a abrir otros canales, otros portales, supongo. Creo que ese texto tiene que ver con eso, y con saber qué venimos aquí a ser un personaje, a recorrer un camino un poco determinado, pero que las realidades no son únicas. Hay muchas realidades distintas paralelamente.
–Y en estos portales, ¿dónde crees que está tu papá?
–Espero que esté viviendo todos aquellos espacios que la vida terrenal no le permitió vivir. Pero no, no sé dónde estará mi papá.