Intensa, emocional y atrevida, la escritora regresa con “A vuelo de pájaro”, un diario donde recopila sus observaciones en pandemia. En esta entrevista habla de su vida en retrospectiva. De cómo tuvo el arrojo para empezar a publicar a los 40 años, romper un matrimonio de tres décadas y entusiasmarse –para luego decepcionarse– de una nueva generación de políticos liderada por su exyerno, Gabriel Boric.
Fotos Bárbara San Martín Maquillaje y pelo Jess Venegas para Pichara
“Se me había olvidado que me querían, fíjate”, confidencia Marcela Serrano, instalada en la acogedora cocina comedor de su regio departamento de soltera frente al Parque Forestal. Una de las autoras chilenas más leída ha pasado las últimas temporadas alejada en su casa de campo, sobreponiéndose al duelo por la muerte de su hermana Margarita y de su mejor amiga –la artista plástica Lotty Rosenfeld–, al estallido social y a la pandemia. Hoy abre sus puertas a revista Velvet, reencantada con volver a exponerse públicamente a propósito de su nueva creación, “A vuelo de pájaro” (Alfaguara).
Rodeada por muros donde compiten una selección exquisita de libros y cuadros que dan cuenta de su primer oficio como artista plástica, agrega: “Cuando mis lectoras me recibieron de vuelta con este libro, me emocioné. Constatar que después de todo ese tiempo mantienen esa fidelidad, es muy emocionante. Me conmueve cuando llegan con todas las novelas o te dicen de qué manera tal libro las marcó. Ellas nunca se alejaron. Fui yo la que me alejé”, resume.
Luego, Marcela contará que la razón de su lejanía fue sobrevivir. Que la exposición del éxito la llevó a sentir que iba a morir: “Estaba en una gira en Perú. Había tenido muchas entrevistas en el día; en varios días, además. Y me empezó esto que yo pensaba que era el corazón, como palpitaciones, no tenía idea qué era. De la editorial consiguieron un doctor que se dio cuenta del estrés severo. Yo era tan loca que le digo al doctor ´apurémonos porque tengo un programa en la televisión’. Y el doctor: ‘Usted va a tomar el avión y se va a ir a su casa’, dijo. Ahí entendí que la cosa era seria. Bastó que el doctor me diera permiso para eso, para que me pusiera a llorar a mares. Y lloré como dos horas en el sillón acurrucada. Imagínate el numerito”, dice hoy, recordando la escena de 2004, veinte años atrás.
Con un ritmo de lanzamientos de libros casi anual, Marcela no había tenido permiso para pausar su producción. Casada entonces en terceras nupcias con el político socialista Luis Maira, la escritora hizo su carrera literaria a la par de los deberes diplomáticos que le implicaban ser mujer de un embajador: “Hacía mucho trabajo editorial y, además, mucha exposición social por la vida de Lucho. La suma de esos dos factores, me volvió loca. Terminaba llorando en el clóset al final y no quería ver a nadie. Entonces, al volver a Chile y después de esta crisis, que en el fondo fue un ataque de pánico, decidí retraerme y construirme la casa en Mallarauco”, explica sobre el refugio que habita hoy gran parte del año y que es parte de un terreno familiar.
El mito en torno al silencio de la otrora prolífica y sociable Marcela Serrano creció con su distancia. Sus libros se espaciaron y sus estadías en el campo se prolongaron. Con el tiempo, el matrimonio también se debilitó.
Hoy, sin embargo, la escritora y su intensa profundidad están de regreso en las estanterías con una colección de anotaciones realizadas durante la pandemia, en formato de diario. Ha vuelto a reconectar con las entrevistas, los eventos públicos y las firmas de autor donde las filas de seguidores han sido extensas. Tanto como los años que ella se tomó para decidirse a publicar.
–En retrospectiva, ¿por qué cree que su escritura fue tardía?
–Bueno, yo escribía desde chica. Toda la vida escribí. Y mis cosas se las pasaba a mamá y papá para que me las evaluaran.
–¿Cómo era la evaluación?
–Chochaban un poco, pero poco nomás, porque escribir en la casa era tan natural que nadie me daba demasiada bola. Además, hacía cómics, porque me gustaba mucho dibujar. Hacía las dos cosas. Hacía los cómics para mi hermana chica, la Sol (Serrano, premio Nacional de Historia). Les ponía continuará, y al día siguiente le llevaba la otra parte. Entonces, siempre estuvo el dibujo y la escritura, pero nadie me dijo, “Marcela, sigue por la escritura”. Más bien fue “Marcela, sigue por lo visual, porque es una novedad en la casa”. Como todo el mundo escribía, entonces que yo tuviera esta mirada, les gustó y por eso me dediqué al grabado.
–¿Y qué la hizo cambiar?
–Me pasó que, a los 35 años, acompañé a Lucho a una campaña en el sur para senador. Al final no salió; no fue por falta de votos sino por un problema en la lista. Y yo, que en ese tiempo me ganaba la vida muy seriamente en un instituto profesional, porque yo era muy seria en ganarme la vida sin que me mantuviera un hombre, había recién dejado lo visual y ya estaba en un momento de vacío. Llegaba a la oficina, me hacía cargo de las niñitas, y luego sentía el vacío. Entonces, pasó que tras la campaña de Lucho, yo que siempre estuve metida en política desde chica, me decidí a volcarme a eso: a hacer trabajo con mujeres en Concepción… Pero Lucho perdió, y yo me deprimí, ¡no él! (ríe). Con esa depresión me di cuenta de que el vacío en mí era en serio, de que me moría de ganas de escribir y no me atrevía a hacerlo, nomás.
“Nosotras que nos queremos tanto” (1991) fue su exitoso debut y bienvenida. Con una novela donde un grupo de mujeres maduras se hace cargo de su vacío existencial, de la distancia con sus parejas y de sus vidas marcadas por la experiencia política del golpe militar, la escritora irrumpió en una escena literaria local masculina. Con su ópera primera ganó el premio Sor Juana Inés de la Cruz, máximo galardón de las escritoras en español. Luego vinieron best-sellers como “Antigua vida mía” (1995), “El albergue de las mujeres tristes” (1998), “Lo que está en mi corazón (2001), “Hasta siempre, mujercitas” (2004) y “La llorona” (2008).
–No debe haber sido fácil instalar una una voz femenina.
–(Enciende un cigarro, mira al techo y deja escapar una bocanada de humo). Después de la sequía literaria de la dictadura, cuando empezó la transición, empezamos a escribir varios al mismo tiempo; se le llamó La Nueva Narrativa. Eran todos hombres, menos yo. La revista Caras sacó una foto gigantesca a dos páginas y yo al medio sentaba, única mujer. Fue difícil. Fue difícil mi temática, esto de que yo hablara de las mujeres, de contar historias de mujeres desde el punto de vista de ser mujer no era tolerable. Los hombres rompían mis libros al principio.
–¿Por qué?
–Había algunos que intuían en mis libros, primero, un cuestionamiento profundo del rol de ellos, que eso no lo soportaban. Y, segundo, porque les mostraban mujeres que ellos no querían ver. Eso me lo dijo tal cual una vez un comentarista en Televisión Nacional.
–¿La crítica estaba muy masculinizada?
–Todo. Los libros, los catálogos editoriales, todo. Era salvaje. Salvaje.
–¿Y tus lecturas eran de autoras mujer?
–Muy tarde. Mi padre me llevaba libros. Un día llegó con el “El gran Gatsby”, me dijo “esto tienes que leerlo” y yo tenía 15 años después fue Hemingway. A los 20 años había leído harto latinomericano, los del Boom… Yo me dejé engrupir por la voz masculina en la literatura durante mucho tiempo. ¿Has visto algo más machista que ese Boom? Por favor. No, yo empecé a leer mujeres, y con mirada de género, tarde. Ahí empecé con las inglesas: Jean Austen, las Bronté, George Elliot y Virginia Woolf. Fue como a los 35, cuando me metí en el feminismo. Todo estaba relacionado.
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