Reinstalado hace menos de un año con su restaurante “Aquí está Coco” en pleno Nueva Costanera, este gran referente de nuestra gastronomía marina habla sobre algunas de sus tantas historias, el complejo momento que estamos viviendo como país y sus proyectos, destacando por sobre todo el libro “El último cocinero”. Espera publicarlo en 2023, cuando cumpla 50 años de cocina y también de matrimonio.
En mayo de 2023, Coco Pacheco cumple 50 años en la cocina. Una historia que ha estado tan llena de frescos erizos, locos, humeantes pailas marinas, caldillos, empanaditas de mariscos, congrios, róbalos, truchas y coloridas papas chilotas, como de aplausos, queridos clientes y muchos amigos. De hecho, para este aniversario está preparando un nuevo libro que lo tiene muy entusiasmado. Espera llamarlo “El último cocinero” y será una edición en la que está plasmando demasiados recuerdos emotivos que tiene en su memoria, como escritos y fotos por ahí. Además, el año entrante, cumple 50 años de matrimonio con Cristina Baquedano. “Sin ella seguramente no habría llegado donde estoy, porque es mi freno de mano. Yo soy muy embalado, muy desordenado”, reconoce. Juntos han formado una familia con dos hijas, Francisca y Paz, y cuatro nietos, tres hombres y una mujer.
Desde que tuvieron que dejar el tradicional “Aquí está Coco” de La Concepción, Providencia, y pasara el tiempo más confinado de la pandemia, todos los días con su señora han trabajado en el nuevo “Aquí está Coco” que instalaron en el corazón del barrio gastronómico de Nueva Costanera, Vitacura. Una sede hecha a pulso, en la que los dos están al pie del cañón y a cargo de todos los detalles.
Al mediodía, garzones, cocineros y proveedores son parte de un ajetreo al que se suma uno que otro amigo que pasa a saludar y tomarse una copita de vino. Hasta la mamá de Coco, Dolores (Lola) Zapater, de 98 años, es parte del staff. Ella, muy fina y amorosa, está todos los días para ayudar en lo que sea.
–¿Por qué te sientes “el último cocinero”? Me lo comentaste cuando te llamé por teléfono para esta entrevista. Además, lo dices con cierta alegría-orgullo, pero también con un dejo de tristeza…
–Creo que “el último cocinero” tiene dos patas, llamémoslo así como la cueca. La primera es con un poco de pena y nostalgia, porque se me han muerto muchos cocineros amigos y cada vez veo que hay menos cocineros de la época mía, de los años 70, 80. Estamos quedando casi nada.
–¿Qué nombres se te vienen en este momento?
–Guillermo Acuña, que era dueño de L’Ermitage; René Acklin, gran cocinero que ayudó mucho a ProChile; todos de la vieja escuela, de los que ayudaron a levantar este país en la parte gastronómica en los años 70.
–Tú tenías como 20 años a principios de los 70.
–Por ahí, 20, 22, no me acuerdo (ríe). Bueno, pero por ahí anda la cosa. Entonces, cuando partí éramos muy pocos y ahora la mayoría no está. Carlitos del Praga, la Carla (Da Carla), la Yvette de La Cascade, Louis Benard del famoso Chez Louis, Germán Kunstmann… Tantos que han pasado y que ya no están. Yo estoy en el precipicio mirando en primera línea, me entiendes, por la edad, por lo que he visto… Ayer se murió un cliente amigo navegante del sur; la semana pasada se murió un paisano, René Abumohor, tremendo cliente y amigo que seguramente está en el cielo disfrutando. Entonces, eso me da nostalgia y pena. Pero es parte de la vida; de empezar a prepararse para dejar un legado, un conocimiento y un poco de huella, las recetas. Ese es el sentido también de este último cocinero, que también lo tomo con un poco de humor y de decir hoy día todos son chef y nadie es cocinero. Porque es una manera en la que los jóvenes le suben el pelo a su profesión. Algo que me parece bien y respetable, por cierto.
–¿Cómo sientes el momento que vive el país?
–Delicada situación. Estamos preocupados. Nerviosos. Quizás por todo lo que me ha tocado pasar, porque no vengo de otro planeta, sino que viví los años 70, donde nos tocó un pronunciamiento militar, teníamos que cerrar a las siete de la tarde; después me tocó el 82 con la crisis económica bancaria, el terremoto del 85 que me botó la mitad del restaurante. Tantas cosas… pero lo más fuerte ha sido el estallido social. Y es en ese momento de la historia de nuestro país, cuando el cocinero que partió a principios del 73 con su primer restaurante se detiene, sentado en la pequeña oficina que él mismo acondicionó, pintó a mano y está en lo que era el pequeño camarín de mujeres del restaurante anterior. Se pone serio. Respira hondo y preocupado. Dice que lo que vio a fines de 2019 fue un estallido de odio, de jóvenes que han tenido más que cualquiera de las generaciones anteriores: “Hijitos de papá a los que les lavaron el cerebro, porque esto está organizado por el extremismo. Debe ser de afuera, debe ser un movimiento revolucionario que ya sabemos cómo actúa y le hemos dado un poco de chipe libre. Esto es lo que más me preocupa en todo esto, porque vi las caras de ellos”.
–En ese momento el “Aquí está Coco” estaba en Providencia.
–Y me pasaban a amenazar, con linchacos. Me decían que me iban a quemar vivo. No estamos hablando de diez, estamos hablando de entre 200 y 500 jóvenes, con mucho odio y organizados. Primero venían las bicicletas marcando, después las mujeres rayando, luego venían unos quemando y finalmente un grupo de choque más atrás. Era todo planificado. No estamos hablando aquí de algo que recién se había armado. No. Querían quemar a Paulmann con su edificio, porque su trofeo de guerra ya no era solo la Plaza Baquedano.
–¿Qué viste en los rostros de esos manifestantes que pasaban por fuera de tu restaurante?
–Me hizo mirar un poco los años 70, porque ahí estaba el MIR, un movimiento revolucionario con preparación técnica, armas, sabotajes. Sabían a lo que iban, estaban preparados. Entonces, cuando yo veo a estos jóvenes que, según ellos, quieren salvar el planeta o Chile, yo lo veo al revés. Bueno, cada loco con su tema… Pero creo que no saben lo que es pagar un impuesto, una patente. Nosotros trabajamos para pagar y mantener a los políticos, las calles, las luces, etcétera, y todo lo hemos pagado con el trabajo y el sudor de 50 años. A estos jóvenes no los vi mal vestidos, todos andaban de negro, muchos encapuchados, zapatillas negras, muy uniformados.
“Yo”, agrega, “estudié acá en Santiago, en el Valentín Letelier, que era un colegio de Recoleta. Vi a muchos alumnos que no habían tomado desayuno, porque no tenían cómo, entonces les compartíamos un berlín, un sanguchito… Yo era corrupto (confidencia entre risas), porque me ayudaban en las pruebas y yo les daba comida (ríe más). Bueno (se vuelve a poner serio y conmovido a la vez), pero yo vi zapatos con hoyos en la suela, que les ponían un cartón. Eso ahora no lo veo. Andan todos con zapatillas Nike”.
“VOY A SEGUIR ASÍ HASTA QUE ME DÉ LA PILA”
Esta entrevista se hizo en uno de esos días de máxima tensión económica nacional, con el dólar llegando a los mil pesos (al cierre de esta edición ya había bajado cerca de los 890). En medio de ese contexto, fue inevitable hablar de cómo tuvo fuerzas para abrir este nuevo “Aquí está Coco”, después del cierre de su tradicional casona de calle La Concepción, en pandemia, y junto a toda la inestabilidad económica del último tiempo. “Tuve que despedir a más de 40 empleados que trabajaban conmigo, por más de 30 años. La gente no sabe, yo perdí 1 millón de dólares, pero le pagué a mis proveedores, a mi gente. Tuve que vender mi casa en la playa, en Cantagua, y una parcela que tenía en Angostura también, y me dio mucha pena, pero más agradable es que nadie me llame cobrando. Todos los salvavidas que nos tiraron fueron de plomo. Porque lo que Piñera sacó fue un préstamo… Pero ya terminé de pagar todas mis deudas y duermo tranquilo. Eso no tiene precio a la edad mía. Puedo mirar a todo el mundo a los ojos sin deberle nada a nadie. Vendí todo para pagar y hoy día me va bien. Vivo bien. No pretendo ser rico ni tener más negocios, ni locuras. Solamente pretendo disfrutar lo que me queda. Bueno, puedo hacer locuras como este libro que voy a sacar ahora de los 50”.
“Hicimos este restaurante”, sigue, “con nada, con puro coco, con recicla je. Ahora mis amigos me van a pagar la mitad del libro. ¡Así son mis amigos! Es genial que la gente me ayude, como digo yo, siempre para adelante, nunca para atrás. Esa es mi bandera de lucha. Y voy a seguir así hasta que me dé la pila. Pero no es fácil. No quiero que me pillen desprevenido. Y si tengo que irme (de Chile) va hacer el dolor más grande, pero tampoco se las voy a dar en bandeja”.
Asegura que en su restaurante –donde el 80 por ciento de los clientes proviene de parroquianos de toda una vida en Providencia– no hay ningún empleado que gane menos de 800 mil pesos y que gran parte corresponde a inmigrantes o personas con que ha trabajado en los últimos 35 años. ¿Jóvenes chilenos? La mayoría, dice, no quiere “garzonear”. El otro reclamo que hace es que en Vitacura hay más inspectores municipales sacando partes por estacionamiento que policías cuidando. “Es como un mundo al revés”, comenta. “Lo que me da pena”, agrega, “es que a todos los empleados que tienen bicicleta o moto les sacan partes. Yo le diría a la señora alcaldesa (Camila Merino) que lo ha hecho muy bien, pero tenemos un grave problema de estacionamiento. El fin de semana cuando la gente sale, no tiene dónde estacionarse y los malls también se llenan y si no te cobran como cinco lucas la hora, al final sale más caro el estacionamiento que la comida. Yo dejaría chipe libre en las calles, con excepción de los pelotudos que se suben arriba a los jardines. A esos afórrenlos y mándenles un parte. Pero aquí llega mucha gente mayor, de la tercera edad y no puede llegar al mall (el Casa Costanera que está cerca) porque tienen prótesis o metales. Aquí no hay letreros que digan ‘solo para inválidos’. Entonces pienso que, si los viernes y sábados, que es cuando la gente más sale, lo van a pasar bien en el restaurante y a la salida se va a encontrar con un parte pegado en el vidrio porque se estacionó en una calle lateral donde no había nadie…. No pues… Entonces por ahí me preocuparía de que hubiera un equilibrio y que este barrio no muera, que no tenga gente para puro poner partes, sino que también para que nos cuiden. Si hay un motorista en la esquina no nos van a robar, pero aquí sacan un parte y se van”. “Yo no pertenezco a la burbuja, trabajé en La Vega, voy a La Vega, conozco el estallido social, vi todo. Entonces hay gente que no sabe que para un empleado pagar 80 lucas es un gran dolor. Ningún empleado de nosotros vive en Vitacura. Se mueven desde Renca, Pudahuel, Puente Alto, La Florida y llegan en moto. Congelados, con el gorro encima. Más encima los aforran con partes. Eso es muy injusto, eso provoca odio”, insiste.
LA IMPORTANCIA DE ENSEÑAR A PESCAR
Mientras muestra todo el material que ha reunido para “El último cocinero”, aparece una bitácora grande y pesada, con una tapa de textura aterciopelada, donde sus clientes le dejaban notas de agradecimientos y felicitaciones. Desde palabras de la crítica gastronómica Soledad Martínez, pasando por muchos periodistas como Patricia Guzmán y Silvia Pinto, a personajes como el siempre recordado Felipe Camiroaga, Raffaella Carrá, Paloma San Basilio, Julio Iglesias, Lucho Gatica, Raquel Argandoña, Antonio Vodanovic, Cecilia Bolocco, Carlos Menem, Jaime Celedón, Susana Giménez, Rafael y Carlos Caszely.
Entre las fotos que muestra con particular cuidado está la de su suegra, Mari Maldini.
“Ella era italiana, me ayudó en la cocina. Cuando le proyecté la idea de hacer un restaurante, yo no sabía nada y hasta los huevos revueltos me quedaban separados, entonces ella me dijo: ‘yo te ayudo’. Entró a la cocina, se puso un mandil y me enseñó a manejar el restaurante. Hasta ese momento lo que yo sabía era de compras, por La Vega, y de pescados y mariscos por el sur. Tenía la habilidad de ver las masas sociales distintas, eso que es tan importante, que es la universidad de la vida. Los niños de aquí, que muchas veces malcriamos, bajan a la Plaza Baquedano y los hacen puré porque viven en un burbuja. Al final hay que conocer a todos, desde el más poderoso al más humilde”.
Respecto de sus nietos dice que al menor, Gaspar, le está “lavando el cerebro” para que se quede con el nombre Coco y continúe con el restaurante. “Lo quiero mandar a estudiar a Francia en tres o cuatro años más. Ya le voy a dar una beca Coco”, comenta riendo. “Están madurando, están creciendo”, agrega orgulloso de sus otros tres nietos. En ese momento justo le avisan que el mayor, Baltazar, había llegado para trabajar de anfitrión en la puerta. “Tiene muy buena llegada con la gente. Es muy caballero y muy sociable. Es muy parecido a mí”, dice con satisfacción y agrega que cada vez que sus nietos necesitan plata, él les da trabajo. Si no hay trabajo, no hay plata.
–¿Cómo eras de niño? ¿Quién te puso Coco?
–Mi papá era Coco y yo era Coquito, hasta que él murió. Ahora soy Coco. Estoy más viejo. Pero no importa, es un sobrenombre. A los Jorge les dicen Coke o Coco. Yo era de los pocos a los que me decían Coco en el colegio y en todas partes. De repente, al principio, cuando era chico, me agarraban para el tandeo. Era un sobrenombre jodido, pero con el tiempo me fue gustando. Hoy día cuando me dicen Jorge, yo miro para el lado, porque no sé a quién están llamando. Además me ha servido mucho de marketing. Me sirvió mucho el nombre, me sirvió para el restaurante, para vender libros y para vender la pomada en la televisión (ríe). Me ha servido de todo. Es una marca registrada que se ha ganado en 50 años. Entonces pienso que mejor no me podría haber venido del cielo.
Coco Pacheco nació en Santiago y como a los siete años empezó a ir de vacaciones a la isla Tenglo, frente a Puerto Montt, a la casa de su madrina, la tía Julieta, y su marido. “Ahí me crié un poco con los pescadores y mariscadores del sur. Con ellos aprendí a conocer el mar. De ahí nace mi pasión al mar. También ahí vi patas peladas, cagadas de frío, sin desayuno. Pero éramos felices cuando jugábamos fútbol o caminábamos por las piedras. Muchos tenían callos en las patas… Salíamos temprano a pescar róbalos por los canales, a mariscar temprano, sacando y comiendo piures y ostras. Era un niño feliz con ello”, recuerda. A principios de los 70 le compró la casa en Tenglo a su tía, que había enviudado y quería vivir en Santiago.
“Hoy día está todo contaminado. Nadie se quiere levantar a las siete de la mañana para ir a mariscar porque hace frío. Nosotros lo hacíamos con gusto y llegábamos con sacos de comida para que las mamás pararan la olla e hicieran pailas marineras maravillosas. En el fondo el sur me enseñó la naturaleza, me enseñó el mar, a conocerlo. Después empecé a salir con los pescadores y a los diez años me contrataban como un pescador más, porque yo sabía sumar, restar, multiplicar y dividir. Entonces era como el contador de las lanchas. Yo era el encargado del abastecimiento. Después tenía que dividir el dinero por siete y ver lo que habíamos gastado en petróleo, víveres…”.
“Si hay algo que le agradezco a mi papá es que me enseñó a pescar y no a que me regalaran los pescados. De niño el papá trabajaba en La Vega y me enseñó a ganarme los porotos. Cuando chico le decía ‘deja una caja de tomate y te la vendo’. Y vendía diez o 20. Así me hacía mis lucas. Después, en Santiago, llegaba a la casa y le preguntaba a mi mamá si le cortaba el pasto o lavaba el auto, o juntábamos botellas y las vendíamos. Yo veía todo en plata y después invitaba a mis amigos al teatro, a tomar helado y si teníamos más plata íbamos al Café Paula, a comer pasteles con crema… Pero eso es lo que me enseñó mi papá y lo encuentro espectacular. Algo que se ha perdido, porque la juventud quiere que todo se lo regalen. Exige mucho y no da mucho.
–¿Y tu casa en Chiloé?
–En Quemchi, casi al llegar a Dalcahue.
–La zona se puso taquilla.
–Sí, ¡yo la puse de moda! (ríe). Angelmó era como ahora Chiloé. Con los salmoneros y los ruidos, Puerto Montt creció mucho, está colapsado y ya no es veraneo, es sacrificio, entonces, yo me fui más al sur donde no hay nadie, a Quemchi donde tengo un campito. Salgo a navegar. No sabes lo agradable que es… Tengo los buzos y me dicen Coco, ‘voy a estar en la peña al sur, cuatro grados a estribor’. Ya muy bien, llego allá a las 12 con una botella de vino y un limón y me sacan los choros zapatos, las almejas de buzo, que no son las de las orilla. ¡Rico! ¡Y todos se quieren subir al bote! Es que abrir el ericito, lavar las lengüitas y echártelas con la mano con limón y vino, es caviar, es vida, es mar… es todo. ¡Qué maravilla! ¡Qué gozar! ¡Eso es gozar la vida! Y nadie lo sabe hacer, nadie lo disfruta. Tienes que ser viejo como yo para entenderlo.
UNA RECETA PARA COMPARTIR
Caldillo de congrio
Ingredientes (para 4 personas)
• 2 kilos de congrio entero • 1 tarro de tomates de 250 g aprox. • 4 papas peladas, en rodajas gruesas • 1 cebolla en pluma • 2 dientes de ajo • 1 ramita de verduras surtidas (perejil, apio, laurel) • 1 litro de caldo de pescado • 3 cucharadas de aceite de oliva extra virgen • Cilantro fresco picado • Sal y pimienta
Preparación
En una olla, caliente el aceite y fría la cebolla junto a los ajos picados. Luego, agregue el tomate picado con todo el jugo que traiga el tarro. Cocine por 4 o 5 minutos aproximadamente. Agregue las papas, la ramita de verduras, el caldo de pescado, sal y pimienta. Cocine hasta que las papas estén casi listas. Al último, eche el pescado ya trozado y vigile que no se recueza. Para servir, coloque las presas, papas y cebolla en platos hondos y encima el caldo. Espolvoree cilantro.