Dirty Dancing es una película feminista. Un éxito sorpresa que en un principio nadie quería realizar. Un fenómeno de público que fue denostado por la élite intelectual. Tan denostado que, paradójicamente, se han escrito páginas y páginas durante la última década reinvindicando su posición en la cultura popular. A casi 35 años de su estreno y con el anuncio de su reestreno en la gran pantalla, queremos dedicarle algunos párrafos a este clásico moderno, que nunca cansa y que solo nos encanta.
Hasta 43 estudios rechazaron el proyecto cuando sus productoras, Linda Gottlieb y Eleanor Bergstein (también guionistas), intentaron encontrar financiamiento. Finalmente la productora Vestron Pictures accedió a financiarla por cinco millones de dólares y ni un peso más. Cuando Dirty Dancing se estrenó, en agosto de 1987, la historia de Baby Houseman (Jennifer Grey), una chica que en el último verano de su adolescencia aprende a mover las caderas con el bailarín Johnny Castle (Patrick Swayze), se convirtió en la película independiente más taquillera hasta aquel momento con más de 200 millones recaudados. Su banda sonora vendió 32 millones de copias, pasó cinco meses en el número 1 de Estados Unidos y hasta tuvo una exitosa gira de conciertos. La cinta hecha directamente para el video casero fue la primera de la historia en vender un millón de copias y eso que costaba casi 80 euros. Y precisamente gracias al VHS, además de sus repetidas emisiones por televisión es que Dirty Dancing se convirtió en un clásico del cine más popular, de los domingos por la tarde, quedando eso sí en el apartado de la etiqueta de “cine romántico para mujeres”. Ese parecía ser su lugar definitivo, hasta que durante la última década se la ha revalorizado en su justa y merecida medida.
El primer punto de inflexión para el prestigio de Dirty Dancing llegó en 2009 con la muerte de Patrick Swayze. Dos días después, la periodista Melissa McEwan proclamaba en el diario inglés The Guardian que Dirty Dancing era “una obra maestra feminista”. McEwan recordaba cómo al verla en el cine, cuando tenía 13 años, sintió “por primera vez que la película era un regalo personal” para ella y que le ofrecía “una narrativa subversiva contra todas las cosas” que solía escuchar. El artículo aplaudía la audacia con la que el guion aborda un momento clave en el paso a la madurez: cuando te das cuenta de que tu padre te ha inculcado unos valores que ni siquiera practica él mismo, y también reivindicaba a Baby como una joven con principios que no temía enfrentar a los hombres, “me senté en el cine y vi a Baby Houseman elegir con entusiasmo tener sexo fuera del matrimonio, disfrutarlo, no arrepentirse y no sufrir consecuencias trágicas”.
En 2015 la periodista británica Hadley Freeman editó el brillante libro “The Time of my life”, con el subtítulo: “Un ensayo sobre cómo el cine de los 80 nos enseñó a ser más valientes, más feministas y más humanos”, donde la periodista en un tono abiertamente desprejuiciado y poco académico, afirmaba que habían “pocas películas tan infravaloradas e incomprendidas como Dirty Dancing”, y que lamentaba que nadie hubiese entendido en su momento el feminismo de la película. La autora aplaudía cómo, sin dejar de ser una película sexy, veraniega y lúdica, se atrevía a abordar de forma adulta el sistema de clases, el machismo y conflictos morales como el aborto: la guionista de la película se aseguró de que la trama de Penny, la amiga de Johnny que quiere abortar, estuviese tan integrada en la historia misma que el estudio no pudiese eliminarla.
“Durante años, Dirty Dancing se consideró un objeto cultural de segunda por ser una película femenina, musical y adolescente. Y es que la propia idea de lo que entendemos por calidad está marcada históricamente por una mirada muy masculina. Dirty Dancing siempre estará en desventaja contra Duro de Matar, por ejemplo”, dice la escritora en un libro que se encuentra en librerías chilenas.
En 2017, cuando Dirty Dancing cumplió 30 años desde su estreno, las redes se volcaron a celebrarla. La valoración que tuvo en estas tres décadas, la impulsó a ocupar su nuevo y flamante status: Dirty Dancing se ha convertido en la película clave en la educación sentimental de una generación de mujeres que, una vez adultas, liderarían el movimiento #MeToo. Dirty Dancing es sencillamente perfecta para ejercer ese rol simbólico de “clásico generacional del nuevo feminismo”. Llevaba toda la vida siendo menospreciada, lo cual esta revaloración le imprime incluso cierta épica. Fue víctima de prejuicios machistas e intelectuales y, en definitiva, sufrió la misma condescendencia que sufren las mujeres.
“Dirty Dancing siempre ha sido igual de buena, solo que ahora resulta más interesante. Es buena porque funciona a la perfección, tiene un ritmo como un reloj, entiendes perfectamente a los personajes y le da un giro a los estereotipos. Está muy bien contada, por ejemplo a la hora de desarrollar a los verdaderos villanos, que son los hombres adinerados. La heroína es muy creíble y no es la más bonita de todas. Patrick tenía muchísimo carisma personal. Y la sensualidad, las canciones y la diversión son abrumadoras en cada escena. Pero por encima de todo, Dirty Dancing tiene esa magia de las películas que conectan con el público de manera especial. Es un factor inexplicable que no se puede analizar por más que se la examine. Dirty Dancing ha sido de esas películas que están por encima de si son buenas o malas, de si envejecen bien o mal, de si tienen mensaje o no”, dice la escritora inglesa Hadley Freeman.
Por estos días, la editorial española Blackie Books lanzó la edición de bolsillo del libro anteriormente mencionado. La tapa de esta nueva edición pasó a ser morada, código de color para identificar al movimiento feminista. Y en la ilustración de la portada es Jennifer Grey quién eleva a Patrick Swayze.