Seguramente, al igual que yo, aprendiste que llorar era malo y, por lo tanto, descubriste lugares para hacerlo sin que nadie te pudiera encontrar. Entre esos lugares están, sin duda, el baño, el auto y una buena almohada. Si nos ponemos a pensar que la estupidez encierra lo que acabo de escribir, podremos entender que nuestra educación emocional es nula, y que la poca que tenemos es de pésima calidad.
Les cuento que aproximadamente el 80 % de los padres y madres nunca ha llorado delante de sus hijos e hijas. Si lo han hecho, mienten descaradamente sobre las causas. Esto ha llevado a que el modelo judeocristiano del sufrimiento y del contener o aguantarse lo que sentimos siga dirigiendo nuestras vidas todos los días, a pesar de la modernidad. Porque para muchos llorar es signo de debilidad, reírse demasiado es superficial, tener miedo es de cobardes y la rabia, obvia- mente, debe ser medida. Entonces, nuestra emocionalidad está siempre limitada y sancionada, ya desde nuestras mismas cabezas, y también por el otro, que las juzga apenas aparecen.
En estos tiempos de tanta labilidad emocional –y de estar metidos en una montaña rusa de emociones–, este tema adquiere mayor importancia. Me preocupan sobre todo los juicios que hacemos todo el día sobre ellas.
Si estás triste, solo estás triste, no estás mal. Aquí ya tienes un juicio. Cuando nos ponemos a llorar, lo primero que escuchamos es un “no llores” y siempre aparece alguien diciendo “no estés mal”. Si estás cansad@, solo estás cansad@, no estás mal. E incluso si estás content@, solo estás content@, no estás bien.
Creo que, si aceptáramos nuestras emociones desde una autocompasión sana, como las mensajeras que son, tendríamos tanta, pero tanta información de nuestro mundo emocional, que nos enfermaríamos mucho menos. Y seguramente, de cosas menos graves.
Sería maravilloso que, en un comienzo de educación emocional real, pudiéramos expresar lo que nos pasa sin ningún juicio. También que, con mucho cariño hacia nosotros, nos preguntáramos qué nos vienen a decir y a mostrar nuestras emociones.
A veces será solo la necesidad de descargar y descansar a través de ellas; otras veces nos mostrarán caminos de resolución de conflictos y de crecimiento personal. Lo que es seguro es que siempre nos hará bien y será sano liberarlas, así como sacarlas de ti.
Lo que las palabras no dicen, siempre lo hará el cuerpo, en forma de enfermedad o a lo menos de malestar. Por lo tanto, en estos tiempos tan desafiantes, con tanta incertidumbre y pérdida de control, lo mejor que podemos hacer es decir lo que sentimos todos los días, casi como un mandato y una tarea de bienestar emocional.
No coloques apellido a lo que sientas; no juzgues ni evalúes lo que siente el otro. Solo saquemos nuestras emociones y escuchemos al cuerpo para no bloquearlas. Si tu garganta –o tu panza– está apretada, escucha y respira profundo para traducir estas sensaciones a emociones. No te limpies los ojos ni te pongas a toser para frenar algo que tu alma necesita drenar lo antes posible.