Revista Velvet | “Una anciana se desplomó en la fila”
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“Una anciana se desplomó en la fila”

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“Una anciana se desplomó en la fila”

POR equipo velvet | 06 junio 2020

La Última Rebelión por Pía González

Una anciana se desplomó en la fila. Su cuerpo quedó acurrucado sobre el pavimento, como si durmiera. El revuelo fue grande. Doña Carmen se acercó y le puso la cabeza en su falda, abanicándola y pidiendo a gritos ayuda. Un taxista se detuvo y entre los dos, la subieron al auto. El hombre partió al hospital más cercano, dejando atrás una fila de hombres y mujeres expectantes, que se miraban entre ellos asustados.

Volvieron a sus lugares con rabia en sus ojos pequeños, en sus caras enjutas. Los chales colgaban de los brazos, el sol calentaba las nucas peladas y ellas se abanicaban con los papeles que traían para el cobro del cheque de la pensión. Cada tanto aparecía en la puerta la cara regordeta de la funcionaria y gritaba el orden de entrada.

¡Del cincuenta al cincuenta y cinco!

El día anterior, por la tele, la autoridad de salud había insistido que permanecieran en sus casas ¡Sobre todo los de la tercera edad!

Pero ahora estaban molestos, comenzaron a mirarse unos a otros, buscando desahogarse. Fue doña Carmen, que todavía tenía el olor en sus manos del chal de la anciana, quien gritó ‘¡Hasta cuándo aguantamos esto!’. 

De inmediato la fila sacó la voz y el murmullo se extendió por toda la manzana. 

Hubiese quedado ahí, pero don Ernesto, jubilado de la Administración Pública, experto en los afanes de la burocracia y que estaba a unos veinte viejitos de la meta, aprovechó su vozarrón de barítono, de operático fanático y clamó ¡Eso mismo digo, basta!’.

Las miradas volvieron a encenderse y el eco de las murmuraciones llegó hasta el final de la fila, retornando embravecido como ola de estadio. ¡Es un abuso! ¡Ni siquiera vamos a alcanzar a cobrar en el banco! ¡Necesitamos la plata!‘, gritaban agitados, sin detenerse en la presión alta ni el calor ni la sed.  

Don Ernesto se embaló y comenzó a chiflear. Alguna experiencia tenía en esto de alborotar al personal cuando en el pasado, se encargó de organizar huelgas en la Administración Pública. Terminaban en el paseo Ahumada, con cuatro colegas tocando pitos, con un megáfono y carteles escritos a la rápida, con un petitorio tan largo como ininteligible. Pero ahora puede ser distinto, pensó, Chile despertó y los viejos también.

Doña Carmen, jubilada de una fábrica de textiles y soltera de profesión, ya tenía el rímel corrido y el lápiz labial desdibujado, pero no se quedaría callada y menos ahora, reaccionó a las arengas, gritando a todo pulmón.

‘¡Qué están esperando! ¡Qué caigamos todos muertos!’. 

‘¡Tiene razón la señora!’, gritó don Ernesto con tanto ímpetu, que las miradas se clavaron en él. En todos sus años de dirigente sindical, nunca había sido escuchado por un grupo así de numeroso. Sintió latir el corazón en su pecho, ‘¡Es ahora o nunca! ¡No más compañeros y compañeras, digamos basta a esto!’.

Se salió de la fila y fue repitiendo las frases a lo largo de la cuadra. Iba y volvía, invitándolos con el brazo a acercarse a la entrada. Unos lo siguieron decididos, otros titubearon, pero al ver que la mayoría le hacía caso, partieron también, no fuera a ser cosa que de lesos se quedaran sin entrar. Muy pocos no se movieron.

Apiñados frente al guardia que custodiaba la puerta, don Ernesto lo encaró, a veinte centímetros de su cara.

‘¡Guarde la distancia caballero!’, le advirtió el hombre.

‘¡Qué distancia ni ocho cuartos! ¡Córrete o te escupo!’.

Acto seguido, carraspeó para juntar una buena cantidad de flema. Los otros, detrás de él, hicieron lo mismo.

‘¡No, no se atreva!’, gritó el guardia ‘¡Ah, qué asco!’.

El salivazo le llegó en la mejilla. El hombre se echó hacia atrás, trastabilló, pero logró pararse y salió corriendo. 

El grupo cruzó la puerta y se detuvo frente a la cajera. La señorita Nancy quedó estupefacta frente a estos rostros arrugados. Acostumbrada a trámites lentos, amiga de la rutina, esto rompía todas las reglas.

‘¡Ya, pásanos todos los cheques!’, la enfrentó doña Carmen.

‘¡Están locos, voy a llamar a los carabineros!’, y tanteaba buscando el maldito botón para dar la alarma, pero no podía encontrarlo porque faltó a la clase anti robos, esa que vinieron a dar del Departamento de Seguridad, pensando que a ella, nunca le pasaría nada con esta clientela añosa.

‘¡Ya te fuiste o te escupo!’, le gritó doña Carmen, a diez centímetros de distancia, con un placer vengativo de años de espera silenciosa. Pero le tiró un escupito no más, en la mejilla, nada irreversible, porque igual era una mujer y la sororidad había llegado a sus oídos.

La Nancy se limpió de inmediato, pero al ver su mano mojada se desesperó, tomó el alcohol gel y en el atarantamiento se le cayó al suelo, se bajó de la silla y en cuatro patas lo buscó debajo de la mesa.

‘¡Vieja cochina, ahora me voy a morir, dios mío!’, exclamaba la mujer. Aprovechando la histeria de la Nancy, el grupo se abalanzó sobre los cheques. No estaban todos y demorarían una eternidad en repartirlos, pero la mente rápida de don Ernesto ya tenía planeado el próximo paso.

‘¡Ya compadres, al banco!’, gritó en tono autoritario. 

En instantes había recuperado la juventud, se sentía rodeado de chiquillos y chiquillas, hasta su cuerpo se volvió ágil, olvidó la hernia discal, el lumbago crónico, los achaques quedaron suspendidos. A doña Carmen le pasó algo similar, no sintió el dolor constante de la cadera que esperaba hace cuatro años una prótesis, ni la artrosis de su mano derecha de tanto enhebrar agujas Agitó como niña los brazos para que la siguieran.

Quienes vieron pasar este grupo de espaldas encorvadas y bastones al viento, de inmediato sacaron sus celulares y fueron tras ellos. 

El banco quedaba a una cuadra y estaba tapiado hasta los dientes “Me gusta cuando te blindas porque estás como ausente”, rezaba un grafiti junto a una puerta disimulada entre los rayados. No fue difícil entrar. Hicieron una fila y los primeros pasaron fácilmente, pero al número cinco el guardia estiró el brazo, indicándole se detuviera.

Le tocó a don Hipólito, jubilado de Impuestos Internos. Aburrido de una vida intachable y de siempre quedarse callado, apenas percibió esta aventura, se cuadró junto a don Ernesto y juntó saliva. Su apariencia inofensiva despistó al guardia, ni lo miró siquiera. Esta vez el escupitajo fue directo a la boca. El afectado apretó los labios al momento que se escucharon gritos ‘¡No abra la boca! ¡No se lo trague, vaya a limpiarse!’. El guardia, asustado, entró al banco y corrió al baño. Tiempo suficiente para que los demás siguieran a don Hipólito, irrumpieran con gritos de triunfo y rodearan a la única cajera de la sucursal.

‘¡Mire mija, no tenemos nada contra usted, pero pásenos la plata sin chistar!’.

La empleada no supo si reírse o retarlo. 

‘¡No les da vergüenza, a su edad, dárselas de ladrones!’.

Se molestaron los jubilados ¿Ladrones ellos? La lluvia de escupos no se hizo esperar. En otras circunstancias no habría sido más que un acto sucio, unos viejos chochos, malos de la cabeza, haciendo maldades ¡Pero ahora se trataba de vida o muerte! La cajera soltó todo y protegiendo su cara, a empujones, huyó del banco gritando por la vereda: ‘¡Un asalto, están contagiando a la gente, llamen a los carabineros!’. 

Fue entonces, cuando en el fervor saltó  la idea ¿Para qué perder tiempo repartiendo plata? ¡Demorarían una eternidad en cobrar cada cheque! 

‘¡Al supermercado!’, gritó doña Carmen y se miraron entre todos, comprendiendo de inmediato. Una corriente invisible los unió, se contagiaron de entusiasmo y una alegría inédita los volvió ágiles y livianos. Entre risitas y tomados de la mano, salieron del banco, no sin antes dejar los cheques desparramados en el piso, como don Hipólito lo sugirió, asegurándoles que era lo correcto de hacer en esas circunstancias. 

Don Ernesto y doña Carmen, ya líderes del movimiento Covid 19 (así le pondrían más tarde, muertos de la risa) los organizaron por grupos. Dos, sin bastones para caminar, empujarían el carro. Los acompañaría una doña, ojalá bien ágil. ‘ ¡Yo!’, gritó la Anita, ‘hago pilates todos los domingos en la plaza de la comuna’, agregó coquetona. Ella debía pasar por las estanterías con el brazo extendido, arrasando con todo lo posible, sin detenerse. No faltaron algunas voces que alegaron, no estaban de acuerdo con esto de arrasar a diestra y siniestra. ‘¡Yo quiero unas mermeladas artesanales! ¡A mí me gustan los chocolates rellenos, no cualquier dulce! ¡Si pues, si ya estamos aquí, no queremos ni té ni arroz, que sean cosas finas!’.

‘¡Sin pelear!’, exclamó don Ernesto. ‘¡No es el momento de dividirnos! Los que quieren algo especial, se encargan de buscarlo y echarlo al carro’.

Partieron los viejitos y viejitas a pasitos cortos como ratoncitos, unos arrastraban despacio los pies, pero por empeño no se quedaban, otros cojos, bien agarrados de sus bastones. Más de alguno se demoraba, pero otro lo ayudaba y seguían.

‘¡Con cuidado, sin tropezarse, tranquilos!’, los alentaba doña Carmen. 

Apenas llegaron, volvieron a repetir la rutina de escupos, que a esas alturas, tenía una sincronía notable. Las cajeras, no más de dos, dejaron sus puestos, el guardia corrió a buscar ayuda y la poca clientela que circulaba, al ver los rostros encendidos, tomaron los niños y abandonaron el local.

Rápidamente don Ernesto y Carmencita, conscientes que iban contra el tiempo, escogieron unos cuantos e impartieron instrucciones.

‘¡Debemos prepararnos para cuando llegue la autoridad!’,  ssintieron todos esta vez, sin alegar.

Al llamado de saqueo, los pacos llegaron con todo. Chalecos antibalas, lumas, pistolas, gases lacrimógenos, balines y mucho gas pimienta, recién adquirido. Detrás venía el Guanaco y el Zorillo esperaba instrucciones en el perímetro.

Bajaron del bus verde y se alinearon en la entrada. Antes de tirar la primera lacrimógena, el teniente Bahamondes levantó el brazo y todos quedaron congelados.

‘¿Qué es esta huevá?’. 

Le salió del alma la palabrota al encontrarse con puros abuelos y abuelitas, en posición firme, alineados en primera y segunda fila. Tenían las manos vacías, salvo doña Hortensia, que cargaba un canasto lleno de bebidas con gas.  Los ojitos de los ancianos tiraban chispas detrás de los anteojos y ellas movían las mandíbulas como comiendo calugas con la placa suelta. A un costado, pronto a huir, el carro repleto de exquisiteces.

¡Nos dejan salir o les tiramos gargajos, cargados de virus! ¡Estamos todos contagiados!’, gritaron al unísono y luego vino un ruido ronco. Era el carraspeo de las bronquitis crónicas, de los inviernos húmedos, flemas con olor a estufas de parafina, a corrientes de aire, a pobreza vieja.

Bahamondes se tupió. Hombre avezado en disturbios, se desconcertó. Le bastó una rápida mirada, para evaluar la situación 

‘¡Una cosa era reducir a uno que otro, como ese anciano exaltado! (se fijó en don Ernesto) que parecía ser el jefe… ¡Pero otra muy distinta era apalear el asilo completo!’. 

Ya imaginaba a sus superiores y a la prensa, sin contar los mirones con sus celulares ¡Le harían sumario, a la cresta su carrera! Por otra parte… ¡Cómo se reirían de él si se la ganaba una turba de abuelitas!

‘¡A ver, a ver, qué está pasando aquí! ¿No les da vergüenza portarse así, cómo personas incivilizadas?’.

‘Nos cabreamos pues’…

Bahamondes perdió minutos preciosos al titubear. Tiempo que aprovechó la primera fila, esta vez, solo de varones. No aceptaron a las abuelas por más que ellas insistieron ¡Deberían incluirnos y ponerse a tono con los nuevos tiempos! alegaron ellas. Pero no hubo caso. Volverse revolucionarios era una cosa, pero las damas eran frágiles y ellos querían protegerlas. Las abuelas aceptaron por costumbre.

Se acercaron a los pacos, tosieron una y otra vez y los escupieron directo a los ojos. Los subordinados, al darse cuenta que se trataba de puros vejestorios, se habían descubiertos los rostros y los miraban burlones. Fueron tomados por sorpresa y retrocedieron asustados, con la vista nublada por la flema. Desesperados se refregaban los ojos y era peor, porque entonces les ardían y luego se les pegaban las pestañas. 

De inmediato, la segunda línea de abuelitas, con sus bocas llenas de coca cola y exagerando gárgaras, con mucho ruido, dispararon sobre el enemigo, que estaba confundido tratando de limpiarse los ojos. La Hortensia pasaba las bebidas, las compañeras bebían, retenían haciendo buches y escupían, sin darles tiempo a reaccionar. Doña Hortensia, madre de cinco hijos, de manos ágiles y conocedora de líquidos gaseosos, se preocupó de elegir bebidas dulces, nada light para que la saliva, mezclada con la azúcar dejara al rival todo pegoteado.

Este enfrentamiento resbaloso y tan inusual, fue insoportable para el contingente policial, se desordenaron e incluso algunos salieron a vomitar junto al muro del local.

El teniente desesperó. Comenzó a gritar que tomaran detenidos, a puro tironeo y empujones. Las abuelas se caían con facilidad, pero así y todo, se defendían furiosas. Parecía que los años acumulados de pensiones miserables, de restricciones, de filas con un número en la mano, de madrugadas frías al consultorio, de humillaciones por ser pobre y por ser vieja, aparecieron con fuerza y sacaron agallas para gritar, patear y sobre todo, escupir.

Los abuelos impresionados por sus mujeres, no se quedaron atrás y no pararon de carraspear, buscando los flancos de piel al aire de los uniformados, justo debajo del pelo rasurado. Entre sujetar a los rebeldes y taparles la boca, se volvió difícil la operación, sobre todo porque no tenían carta blanca para proceder como corresponde, considerando que ya la tele había llegado y tenían la cámara encima, lista para mostrarlos en las noticias de la noche, y si no, en todas las redes sociales, mostrando una y otra vez, a los pacos apaleando a personas de la tercera edad.

‘¡Mierda! exclamó el teniente ¡Al bus, retirada!’. 

Le obedecieron de inmediato. La verdad es que estaban aterrados. Podían aguantar horas de enfrentamiento, piedrazos y bombas molotov, insultos y consignas, sin ir al baño y abstemios, pero al final llegaban a sus casas a tomar el té y se relajaban entre los suyos ¡Pero ahora cómo llegarían a infectarlos! ¡Tendrían que encerrarse en cuarentena por unas viejas y viejos huevones!

‘No dimos abasto’, pensó el teniente, ensayando la frase que le diría a su capitán, cuando él, con los ojos desorbitados lo increpara ¡Pero eran puros ancianos Bahamondes, un montón de abuelitas! Y el teniente, agachando la cabeza, murmuraría….’pero infectados, mi capitán, llenos de virus’…

La huida del supermercado fue a todo dar, las piernas les tiritaban con el esfuerzo. Algunos ya habían arrancado al llegar el bus, asustados de ser detenidos. Otros se fueron despacito, haciéndose los lesos, mientras miraban a los vecinos entrar en tropel al supermercado, aprovechando que quedó sin custodia policial.

Sólo un pequeño grupo no se separó ni soltó el carro. La gente, al verlos pasar no lo podían creer y algunos hasta aplaudieron. Al llevar varias cuadras sin detenerse, se encontraron con una plaza y se echaron sobre el pasto para recuperar el aire. Estaban sudados, con las caras coloradas y con taquicardia, pero muertos de la risa 

‘¡Esto no puede parar!’, se dijeron y partieron detrás de doña Carmen que arrendaba una pieza en un cité, no muy lejos. Además, los vecinos son buenas personas, les dijo, me deben hartos favores de arreglos y costuras gratis.

Tal como dijo Carmen, los vecinos al verlos llegar, se asomaron intrigados y al darse cuenta que traían un carro repleto de mercadería, en un suspiro les prestaron mesas y sillas. Los dejaron solos en su fiesta, por miedo al contagio y a cambio de comestibles que la doña repartió.

Hasta el día siguiente celebraron y gozaron los chocolates, las galletitas con paté, las aceitunas de colores, los jamones y quesos hediondos. Se indigestaron de tanto manjar con crema, a cucharadas raspaban los tarros de leche condensada y para pasar las molestias estomacales, se tomaron una botella de menta y otra de piña colada. Bailaron gracias a una radio que les dejaron asomada en una ventana y tan a gusto estaban que ni cuenta se dio doña Carmen que ardía en fiebre. Don Ernesto la tuvo que sujetar, antes de llegar al suelo de un desmayo del cual despertó, mucho más tarde, en el pasillo del hospital, atestado de gente, lleno de toses y lamentos.

Abrió los ojos y don Ernesto la miró tranquilo. Él también sudaba afiebrado y respiraba con dificultad, con un pitito que salía de sus pulmones. La tenía entre sus brazos, sentado en un banco apoyado contra el muro. Enfermeras y auxiliares corrían urgidos sin poder contener tal cantidad de enfermos, tanta miseria expuesta. Pero a ellos no parecía importarles. Tampoco clamaron por ayuda. Se durmieron apoyados uno en el otro, doña Carmen cerró los ojos sonriente y don Ernesto no la soltó, la sostuvo aun después que su pecho se apaciguó y el silencio se hizo presente.

 

Pía Gonzalez Suau, estudió Artes Visuales en la U. de Chile, se dedicó al cine  y desde hace diez años es la escritura su trabajo definitivo. Ha publicado Libreta de Familia, Cuentos de Inmigrantes y la novela histórica, El Testamento de Dolores. Colabora con columnas en El Desconcierto, en sección crónicas.

píagonzalezsuau@gmail.com

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