Rosita Lira y María Elena Comandari cumplen 30 años trabajando juntas para darle al arte, y especialmente a la escultura, un espacio de difusión del más alto nivel. Esta es su historia.
Por Sofía Beuchat
Un encuentro casual en el Museo de Bellas Artes de Santiago marcó el comienzo de una historia que este año cumple 30 años y que tiene al arte como protagonista y a la escultura como principal actriz de reparto.
Era 1995 y Chile ebullía al ritmo de un país que crecía acelerado y que dejaba de estar en el último rincón del mundo, al fondo a la izquierda del mapa, para abrirse a entregar y recibir cultura. La sed de tener contacto con el arte no paraba de expandirse, lo mismo que el coleccionismo, que fue sumando nuevos nombres. Artistas como Bororo, Gonzalo Cienfuegos, Samy Benmayor y Benjamín Lira, entre otros, convertían su obra en instantáneos objetos de deseo y las inauguraciones de cada exposición eran el centro de la vida social capitalina.
Pero ese día en el museo, dos mujeres conocidas en el circuito local se encontraron, conversaron y descubrieron que tenían un diagnóstico común: faltaba en Chile un buen espacio para la exhibición y venta de esculturas. Un formato lucido, atractivo, con vocación de trascendencia y artistas potentes explorándolo, pero que a los chilenos les costaba todavía entender como algo que podía insertarse en sus casas y no solo en espacios públicos.
No eran, entonces, las amigas y socias que hoy son. Conocidas, sí. Y mutuamente respetadas, también. Pero nada más.
Una de estas mujeres, María Elena Comandari, sumaba entonces más de 12 años de trabajo con el mundo del arte local. Fue parte de Arte Actual, galería que fundó Patricia Ready y que se insertaba en el epicentro de la actividad cultural de fines de los 90: la Plaza Mulato Gil, en el barrio Lastarria. Luego organizó exposiciones de manera independiente, en diferentes espacios, y escribió sobre arte en revistas especializadas.
La otra, Rosita Lira, había trabajado un par de años junto a Isabel Aninat y luego, al igual que María Elena, inició un camino independiente que la llevó a publicar libros sobre arte y a organizar exposiciones en diferentes formatos.
“Yo estaba mirando la exposición de Jorge Tacla y la Rosita venía saliendo de la de Samuel Román. Nos encontramos y bueno, cuanto tú estás metida en el arte y es algo que te apasiona, la conversa siempre es entretenida. Esa vez hablamos sobre cómo a las dos nos gusta mucho la escultura, y somos coleccionistas de ese formato”, recuerda María Elena.
No pasó mucho tiempo antes de que la experiencia de cada una, sumada a su visión común sobre el circuito cultural en Chile, las animara a unirse en un plan tan ambicioso como certero: abrir un nuevo espacio para el arte. Y así, juntando esas dos palabras, nació Artespacio. Un nuevo lugar donde la escultura sería sin duda una parte importante de la oferta, pero no la única.
En esa época, Rosita llevaba algún tiempo vendiendo obra de diferentes artistas en su propia casa, con bastante éxito. Y con las esculturas pasó algo especial. “Empecé a poner algunas en el jardín, y quedaban brutales. Tanto que cuando mis hijos y mi marido se daban cuenta de que alguna se había vendido, me decían: ¡por ningún motivo! ¡Esa escultura no se mueve de ahí! Y tenía que decirles que no se podía, que ya estaban vendidas. Aunque una vez tuve que hacerles caso, y pedir una escultura de vuelta. Por suerte era de una amiga mía. ¡El poder de la familia!”, recuerda riéndose.
Desde ahí, Rosita logró algo importante: que muchos compradores de arte lograran visualizar cómo se verían las esculturas en sus propias casas, algo que no era fácil en un mercado del arte que giraba principalmente en torno a la obra pictórica. La escultura permanecía en el imaginario colectivo como un arte apto principalmente para espacios públicos, y otras expresiones más vanguardistas, como las instalaciones, recién comenzaban a llegar a públicos más masivos.
Con su galería, Rosita y María Elena fueron haciendo crecer el espacio para obras en tres dimensiones. No en vano, hoy su galería cuenta con un patio interior lleno de esculturas y una serie de piezas de artistas como Francisco Gazitúa, Mauricio Guajardo o Luis Inostroza que pueden ser apreciadas en las afueras por los peatones de la calle Alonso de Córdova, en Vitacura.
“A nosotras siempre nos gustó eso de sacar el arte y la escultura a la calle, para que pueda ser apreciado por todos. Lo entendemos como parte de nuestro trabajo”, dice Rosita. María Elena agrega: “Chile es un país de escultores. Tenemos todas las materialidades necesarias: las piedras, los metales, las rocas. De una u otra forma, uno está siempre viendo esculturas en el paisaje”.
Rosita y María Elena también fueron pioneras al decidir ubicarse en el barrio de Alonso de Córdova con Nueva Costanera y que, si hoy es un polo cultural innegable, entonces recién nacía como referente. Pero no siempre ocuparon el espacio en el que están hoy y que es un ícono en Vitacura: comenzaron en ese mismo edificio, pero en el segundo piso, sin salida a la calle.
“Pensamos en un lugar muy blanco, que te envolviera como en un halo de paz, de tranquilidad, para poder admirar la obra expuesta, y también para poder conversar, porque somos de oficina abierta. Buscábamos un lugar de encuentro”, dice Rosita. Ana María agrega: “También queríamos que fuera un poco como los lofts de Nueva York. Que la gente viniera del bullicio de la calle y de repente se abriera una puerta a otro mundo y dijera: ¡wow!”.
La galería se estrenó, cómo no, con una muestra colectiva de una veintena de escultores, donde prácticamente no quedó nadie de renombre afuera: había obras de Gaspar Galaz, Pilar Ovalle, Iván Daiber, Sergio Castillo, Marcela Correa, Juan Egenau, Francisca Núñez, Federico Assler, Osvaldo Peña, Fernando Casasempere y hasta Marta Colvin y Lily Garafulic, entre otros.
“Cuando los invitamos a participar, todos estaban fascinados con la idea porque les gustaba este lugar blanco, puro, donde se pudiera lucir la obra”, recuerda Rosita.
Con el tiempo, la idea romántica de ese segundo piso comenzó a presentar algunos problemas. El principal: intentar acarrear obras de grandes formatos, que pueden pesar un par de toneladas, por la escalera o el ascensor. Por lo mismo, en cuanto se pudo, Rosita y María Elena compraron el espacio del primer piso donde la galería funciona hoy.
Con la idea de no ser solo un lugar comercial, sino también de difusión del arte, se fueron sumando otras iniciativas como organizar simposios, exponer en espacios ajenos a la galería –proyectos “extramuros”, los llaman– o incluso cruzar fronteras con arte chileno. Trabajaron, por ejemplo, con la Universidad de Talca o con Telefónica, ayudando a la empresa a dar forma y vida al espacio de exhibición que tenían en el primer piso del edificio de plaza Baquedano.
Con el apoyo de algunas empresas, surgieron también proyectos culturales, entre los que destaca el concurso Artespacio Joven, que va en apoyo de artistas menores de 35 años y celebra este 2025 su décima versión. También libros, muchos libros, que han ido editando y de los que al menos un ejemplar queda siempre en la galería. “¡Por Dios que hemos hecho cosas! La verdad es que uno a veces se pregunta en qué momento pudo hacer todo eso. Ha sido fascinante ver cómo la gente goza con las exposiciones”, dice Rosita con orgullo.
La clientela, por otro lado, también fue cambiando. “Antes, el comprador de arte era más tradicional, y mayor. Buscaba algo específico para un lugar. Hoy vemos más gente joven que se enamora de una obra y después piensa en el lugar donde estará”, comenta María Elena, feliz de observar que el interés por el arte no se ha reducido sino que, muy al contrario, va en aumento. Es lo que observa desde su trabajo en la galería.
Durante todo este camino, las galeristas han tenido una cosa clara: la obra buena no es necesariamente la que te gusta o encuentras “linda”, sino la que representa el sentir del artista y toca el espíritu de quien la observa, nutriéndolo. Por eso, aunque aprecian también a los artistas más tradicionales, les interesan especialmente los artistas que exploran nuevas prácticas, que abordan nuevos materiales, que intentan nuevas maneras de crear. Que buscan, estudian, leen.
En ese marco, revisan siempre todas las propuestas que les llegan, que no son pocas. Por lo general citan a los artistas a conversar, y nunca dan una respuesta inmediata sobre la posibilidad de exponer. Es un proceso que decanta lentamente, y donde por lo general queda fuera lo que Rosita describe como “las cosas boniticas, muy fáciles, que no te cuestionan nada”.
“Podía haber un artista que nosotros sabíamos que no va a vender nada. Y si a las dos nos gustaba, si lo apreciábamos plásticamente, hacíamos una exposición con él igual. Y no vendíamos nada, pero valía la pena. Cero arrepentimiento, para nosotros era como un honor. Con el tiempo te vas dando cuenta de que la gente va aprendiendo a mirar”, dice Rosita.
María Elena añade: “Somos dos personas y como tales no siempre estamos de acuerdo en todo, pero nos llevamos muy bien. Al principio era impresionante porque siempre pensábamos igual. Si una decía mira, hagámoslo de tal forma, la otra respondía: lógico, esa es la manera de hacerlo”.
Hoy Rosita y María Elena recuerdan estos 30 años en grande, con dos iniciativas: una fiesta, porque esta trayectoria hay que celebrarla, y un libro, para que el registro de lo realizado trascienda hacia las nuevas generaciones y les permita también, a ellas mismas, proyectarse hacia el futuro.
La fiesta tiene una vara alta: los ecos de la celebración por los 20 años, donde hasta baile hubo, aún resuenan en el mundo cultural y social capitalino. Y el libro, por su parte, no solo recoge la vida de la galería, sino que además contiene textos de autores que analizan diferentes problemáticas relacionadas con el arte y la creatividad, incluido el gran desafío de hoy: la inteligencia artificial. Destaca, en sus páginas, lo escrito por el artista visual y académico Pablo Chiuminatto, quien les avisó a las galeristas que el texto estaba listo un día antes de su sorpresivo fallecimiento. Un regalo inesperado, que corona este aniversario con un homenaje a quien fuera uno de los grandes colaboradores de la galería.