Por Gino Falcone
Manuel Balmaceda sorprende a su propio ritmo y saca aplausos con su cocina en Cora Bistró, un rincón donde hay memoria, innovación y en el que siempre puedes encontrar maravillosas sorpresas.
En el primer piso de un edificio sesentero de la calle monseñor Félix Cabrera 14 se ubica Cora Bistró. Abrió sus puertas hace dos años y sólo ha ido sumando adeptos que caen rendidos ante sus sabores y atmósfera serena. Es un lugar para 18 comensales que dirige Manuel Balmaceda, un chileno de 34 años que aprendió a comer en casa con sabores que te hacen viajan en la memoria, esos que su madre, María Ignacia Edwards, le impregnó al paladar.
Me fue un poco difícil conversar con este aplaudido cocinero. Él es un hombre que hace muchas cosas, pero que también se da espacio para descansar y meditar sobre aquello que realiza; respeta sus ritmos, lo cual me enseñó (sólo un poquito…) que igual se llega a realizar las cosas a tiempo.
Su semana va de ir a La Vega, subir cerros, gimnasio, regalonear con su gato, leer, escuchar mucha música, entrar y salir de Cora para que todo funcione. Finalmente, logramos nuestro encuentro. Un viernes nos fuimos a un café cerca de su boliche, donde empecé a descubrir la sensibilidad de un joven que tiene muy claro su lugar en la cocina y que no se deja seducir mucho por el estrés de tener un lugar grande ni de perseguir premios en este momento de su carrera.
Rolea un cigarro, lo fuma, escucha el ruido de la calle y avanza sin que la agitación de todos nosotros, los santiaguinos, lo perturbe mucho; eso lo hace tremendamente seductor y lo deja con la sartén en la mano para jugar con el paladar del comensal.
Manuel empezó muy joven esta aventura culinaria y trabajó con Álvaro Romero en el restaurante Europeo. Después se fue a especializar en técnicas de alta cocina en el Cordon Blue de Lima, se sumó al alpino Le K2 Altitude (reclutado por Gatien Demczyna, chef dos veces Michelin) y, a su vuelta de Francia, estuvo a cargo de Casa Esmeralda en el centro capitalino. Allí empezó a llamar la atención por sus sabores antiguos y de ingredientes locales.
Es el menor de tres hermanos y pasó mucho tiempo con su abuela, María Aguirre, a quien llamaban con cariño La Choca. La mamá de Manuel era manager de Los Jaivas y tenía una agenda apretada, pero siempre lo recompensaba con la cocina y ese vínculo grabó su memoria con olores de canela, pavo y gratín de cochayuyo. Cuando está alegre corre a comer mariscos y, cuando está triste, pizza.
Cora atendió siempre de noche hasta hace dos meses, actualmente, también abren al almuerzo que es responsabilidad de Maita Apparcel. Ella fue su copiloto desde la apertura, pero decidió partir. Hoy está de regreso para hacerse cargo de la comida que sirven a mitad del día. Manuel la ha dejado hacer su propia cocina y esto le da una característica especial a este local a pasos de la estación de metro Pedro de Valdivia.
Si bien ambos se concentran en el producto cómo eje principal, él se va por los sabores de la memoria chilena de manera fantásticamente deliciosa; mientras que Maita, por los de una cocina sin nacionalidad y explora el producto.
Mi conversación con ella fue muy fácil, directa y sincera. Esta mujer de Osorno ama a las cantantes pop nacionales como Javiera Parra y Javiera Mena, le encanta cocinar de día y tener el resto de la tarde para hacer otras cosas. Se declara una eterna buscadora porque hoy le gustan muchos temas y se va apasionando por ellos, sabe que el destino la va guiando y confía en eso.
Si bien fui a almorzar, sólo su cocina me hizo el día, el menú tiene dos alternativas de entrada, dos de fondo y dos de postre. Y yo me fui por una sopa de cebolla que estaba IMPRESIONANTE y perfecta para ese martes de lluvia, me cuchareé hasta el esmalte del bowl y me dejó acelerado de querer el segundo plato que pedí: un risotto de vegetales con zanahorias pequeñitas que estaba en su punto de cocción y perfecto de sabor, ¡riquísimo! Me puso una sonrisa interior memorable y, mientras conversaba con Maita de la vida y la poca vergüenza, nos dimos cuenta de que a ambos nos gustaba la cocina india, así que la invité a comer de puro embalado. Llegó el cierre, un flan con pistachos encima que, tras la primera cucharada en boca, me desmayé de amor y me confirmó que muchas veces las cosas simples hechas con amor siempre serán las mejores.
El almuerzo cambia todos los días, la cena lo hace cada tres meses y esto le da la posibilidad de siempre probar sabores, texturas y productos que recorren nuestro territorio en un ambiente que de día se llena de fanáticos que aman comer rico y de noche de gente que goza con lo mismo. Siempre está lleno de extranjeros que ya tienen en su radar esta joven propuesta que brilla sola al sonido de la calma del lugar y con una de ventana a la cocina que se ve desde el salón y nos muestra una obra de teatro preciosa, que podemos maridar con una pequeña barra de donde salen una rica kombucha, un vino o un cóctel.
Un miércoles fuimos por primera vez a comer a Cora, ese menú de invierno ya tenía rodaje (ahora ya sirven el de primavera) y nos recibieron con unos nabos encurtidos con semillas de mostaza que abrieron nuestras papilas gustativas como si nos hubieran dado LSD.
Luego nos fuimos por un pulpo a la parrilla y prietas sobre un un puré de manzana verde con limón, ¡qué armonía más perfecta entre mar y tierra!, con una factura impecable que nos sorprendió mucho no sólo en sabor, sino que también en belleza.
Después llegó un plato de hongo en el que las morcillas, los shitakes, las melenas de león y los parís danzaban con el vino y el ajo alrededor de una yema de huevo sobre una cama de hongo y castaña, sorprendente. Tras esa experiencia funghi apareció una lengua de vaca donde la cocción lenta hizo lo suyo y entregó un producto que se rinde ante la cuchara y se pega sus buenos revolcones con el puré de coliflor sobre la sábana de salsa bordelesa ¡impactante! Para el que le tiene susto a la lengua les diré que… ¡tendrán en mejor sexo de la vida!
Después de esa ‘intimidad’ algo para reponerse, qué mejor que arroz meloso de mariscos y arvejas que nos dejó calientes otra vez (no se asusten porque así es la cosa nomás). Y ya que estamos en el mar, continuamos con una corvina a la parrilla con chips de topinambur, hongos y trufa negra (verde para otros, jijiji), muy balanceada, sabrosa y perfecta para la noche.
Ahora los postres, ¿no? Fuimos por un crème brûlée de manjar que venía con aguaimanto, crummble de nuez y merengue; mezcla de ácido-dulce que me mata y que, después, llevó en broche de oro una crema de hierba Luisa, coco y helado de clementina y toques de maracuyá, aceite de ruda y pistacho que, de un paraguazo, me trasladó al jardín de mi infancia, cuando tenía 6 años. Sentí su olor, sus sabores y agradecí que la vida es bella y que no hay nada como la cocina para hurgar en la memoria.