Por Daniela Urrizola
Han pasado varios meses y aún me parece que fue parte de un sueño. Hoy, en medio de una pandemia, revisitar la historia del accidente nuclear de Chernóbil (el 26 de abril de 1986) –que pudo haber terminado con la sociedad como la conocemos–, nos hace reflexionar y pensar que el mundo ha sobrevivido a catástrofes mayores, y que depende de nosotros salir adelante.
Recordar la visita a Chernóbil –al pueblo y a la planta– y a Prípiat, –la ciudad que recibió toda la energía del material radiactivo y que se estima que fue 500 veces más fuerte que Hiroshima–, va mucho más allá de lo que los aficionados llaman “el cinco estrellas del turismo oscuro”; ese que te lleva a experimentar algo muy distinto a lo que cualquier viajero busca en un destino, y que se relaciona con lugares de tragedia o dolor.
Curiosidad, temor, melancolía y tristeza, así comenzó todo. Sentimientos que vienen de la mano de lo que ha mostrado la televisión, en especial la serie homónima de HBO.
ZONA DE EXCLUSIÓN
Recuerdo haber llegado a Ucrania una noche muy fría. Tenía dudas. Sabía lo que vería, pero no cómo sería la experiencia. Sabía que retrocedería en el tiempo y viajaría a la Unión Soviética, a esa madrugada de 1986 en que una falla en la planta nuclear de Chernóbil desató el desastre más devastador de los últimos tiempos. Hoy en día, Ucrania y gran parte de Europa aún enfrentan las consecuencias.
Al igual que los relojes de la central nuclear que quedaron fijados a las 01:23 AM, el pueblo de Chernóbil y la ciudad de Prípiat se mantienen suspendidos en el tiempo hasta hoy.
Para conocerlos, muy temprano, en pleno centro de Kiev, me subí una pequeña van. Como el viaje es de 134 kilómetros, supuse que sería más bien corto. Pero no, Ucrania y sus carreteras tienen tiempos distintos. Fueron más de dos horas y media, entre caminos rurales y carreteras en mal estado antes de llegar al primer punto militar.
Desde ese lugar era necesario ponerse en modo Chernóbil. Cada firma, cada conversación y cada control –de los tres que pasaríamos ese día–, recordaba que esto no era un juego. Íbamos al único lugar del planeta que alguna vez fue habitado y que no podrá albergar vida humana en más de 100 mil años.
Nada de piel descubierta, prohibido fumar y comer al aire libre, tampoco tocar mobiliario ni sentarse en el pasto, menos entrar a edificios, son sólo algunas de las reglas que tuvimos que firmar y aceptar antes de ingresar a la denominada zona de exclusión.
Son 30 kilómetros a la redonda de la planta de Chernóbil, cuyo acceso se encuentra custodiado por personal militar y grupos especializados que miden la radiación del lugar cada día y a cada hora.
Para los turistas son un par de horas las permitidas. La radiación en algunas zonas más cercanas a la planta nuclear aún es lo suficientemente alta como para provocar la muerte en cuatro horas. Por supuesto que esas zonas no estarán jamás dentro del recorrido, pero sí te hace cuestionar que lo que estás haciendo sea seguro.
¿Será que mi salud se verá perjudicada en el futuro? ¿Tendré riesgo de radiación para mis futuros hijos? Al menos sabía que no estaba embarazada. Por precaución se solicita hacer un test de embarazo al momento de hacer los trámites semanas antes, para poder acceder a las zonas militarizadas.
En el primer acceso de la zona exclusión, rodeada de militares armados, casi anecdóticamente aparecieron los souvenirs. Eran dos pequeños puestos, donde se podían comprar poleras, imanes, y hasta trajes antiradiación.
ALTA RADIACIÓN
Al cruzar la primera barrera, ya se ingresa a la zona prohibida y, luego de avanzar 15 kilómetros, estamos en el pueblo de Chernóbil, que le dio en el nombre “común” a la planta nuclear Vladimir Ilich Lenin, ya que al edificarse en 1977 era la localidad más cercana.
Llegó a tener cerca de 14 mil personas y fue uno de los primeros lugares en ser evacuados.
No hay mucho que ver. Se trata de un lugar prácticamente vacío, pero es nuestro primer contacto con las construcciones soviéticas características y que está coronada por la última estatua de Lenin que queda erguida en el mundo.
Fotos de rigor y seguimos. Quedaban algunos de los puntos más impactantes y sobrecogedores de la visita: la planta, el reactor cuatro y la ciudad fantasma de Prípiat.
Hasta ese momento los contadores Geiger –los aparatos de medición de radioactividad– eran un accesorio más.
Ingresamos a la zona de la planta nuclear y nuestros marcadores comenzaron a sonar regularmente.
A lo lejos, en medio de un terreno absolutamente vacío, se impone una gran estructura moderna y que, a simple vista, parece una fábrica. Es el reactor número cuatro, contenido en su sarcófago, una estructura de acero de más de 1.500 millones de euros, que fue financiada por diferentes países del mundo, y que se encargará de contener la radiación por cerca de 100 años.
Miro al guía ucraniano y le pregunto: ¿La radiación durará un siglo más? Me miró y con cara de circunstancia dijo: “No. Se estima que seguirá por más de 100.000 años”.
La parada fue breve y algo nerviosa. Los marcadores de radiación no paraban de sonar insistentemente. El guía instruyó a pisar solamente el pavimento y sólo podíamos estar ahí unos minutos. Fue inevitable ver en mi cabeza las imágenes de la serie de HBO. Pero ahí estaba. Era real, lo veía con mis propios ojos, y no costaba imaginar la vida cotidiana de las familias que habitaban cerca de ese lugar.
La ansiedad se vuelve tristeza, introspección, análisis. ¡Cómo somos de burros! Siempre creyendo que tenemos el control de todo, cuando con un solo botón podemos exterminar todo lo que conocemos.
Debemos volver a la van.
EL LUGAR MÁS PELIGROSO DEL MUNDO
El contador Geiger parece volverse loco. Ya no es un “bip” con ritmo regular. Empieza a ser constante y tenso, signo inequívoco de que entramos en Prípiat, una ciudad fantasma que es el lugar más peligroso del mundo y que está a sólo cuatro kilómetros de la planta nuclear.
En los 80, Prípiat era una urbe moderna que se proyectaba para replicar en otros lugares; sin embargo la noche del 26 de abril de 1986, recibió toda la energía del material radiactivo expulsado por el reactor cuatro; hoy es un verdadero set de filmación de apocalipsis, aunque paradójicamente hay más vida que nunca, ya que han vuelto a aparecer especies en riesgo de extinción, y es fácil encontrar linces, osos o caballos salvajes que, lejos de la presencia del hombre, han creado su propia ciudad.
Literalmente la naturaleza reclamó su lugar y le pertenece. Árboles han destruido edificios, y no es extraño encontrar flores en medio de los livings de los departamentos abandonados.
Pero quienes definitivamente se tomaron la ciudad, pasillos de supermercados, teatros y colegios, son los perros; manadas de ellos ahora son los nuevos dueños de la ciudad.
Cuenta la historia que al momento de ser evacuadas las más de 50.000 personas del lugar, se les dijo que la evacuación sería momentánea, y que en tres días estarían de regreso. No fue así, nunca pudieron volver, ni llevarse nada; ni sus cosas personales, ni sus recuerdos, ni sus mascotas.
A una parte de los “liquidadores” –jóvenes de 16 años encargados de hacer la limpieza de radiación en la zona post desastre– se les ordenó la matanza de los animales domésticos que habían quedado en el lugar, ya que tenían alto índice de radiación. Pero algunos adolescentes no lo pudieron hacer y muchos de esos animales quedaron a su suerte. Los más fuertes sobrevivieron, y estas manadas son descendencias de esos sobrevivientes.
Chernóbil es un ticket sin retorno. Un viaje no sólo a entender la muerte, sino también a entender la vida. Un ticket para
ver cómo la naturaleza todo lo cura, cómo los ciclos de la vida tienen sus tiempos, y cómo el hombre es solo una pieza más; la más peligrosa y destructiva de todas. Un ticket que nos muestra que el camino hacia la sobrevivencia depende de nosotros. Es el único lugar del mundo donde el silencio es verdadero y no sólo por no tener vida humana a 30 kilómetros a la redonda, sino porque hay algo mágico en ese lugar, algo contradictorio, algo que a pesar de no poder llevarte como recuerdo tangible se queda contigo para siempre. Al menos yo nunca volveré a ver el mundo con los mismos ojos. Vale la pena.