Pasó un mes y no tuve tregua. En las noches imaginaba algunas líneas, fantaseaba, me gustaban, por la mañana ya las había olvidado. El otro día escribí párrafos de ideas sueltas con tan poco sustento que avergonzaría a cualquiera. Así paso los días. A veces con un entusiasmo tal, que me imagino corriendo, otros, con el ánimo tan bajo que no me atrevo a pasar frente a un espejo.
A pesar de los altos y bajos, he tratado de mantenerme fuerte, sobre todo saludable, esperando mi turno. He tomado la mayoría de los resguardos, pero ya asumí que en algún minuto nos va a tocar. No creo resistir vivir aislada muchos meses más. La Augusta me dice que se va a arrancar, y yo tengo ganas de arrancarme con ella. Por si acaso, miro a diario la cantidad de ventiladores disponibles.
Pasan los días, y se enciende la alarma, según la trazabilidad habíamos estado cerca de una persona Covid-19 positiva asintomática. Entré en pánico, confieso que mi cuerpo se llenó de síntomas, de esos que ni siquiera están registrados. Sentía que se me cerraba la tráquea y mis brazos se dormían, veía borroso y escuchaba lejano. Al poco rato encogí los hombros y crucé los dedos para ser parte de los positivos asintomáticos, y así sentir que pasaba una etapa. Con orden en mano nos hicimos el PCR, solo los adultos, no quisimos exponer a los niños, tomó solo segundos, pero el desagrado duro mucho más.
Conforme pasaba el día, analizábamos las posibilidades con diversas teorías. Había asumido con tranquilidad que mi resultado daría positivo, no podía ser de otra manera. Aunque inevitablemente se me llenaban los ojos de lágrimas cuando miraba a las niñitas. Me hacía tanta lógica eso del miedo a lo desconocido. Cuando llegó, no sé por qué, ya no estaba latente la expectación, estaba entregada. En una especie de memo decía Negativo. En mi familia no estaba el virus, alivio y decepción se cruzaron al mismo tiempo. Respiré profundo, y pensé; seguimos en la fila.