A mediados de los años sesenta, el director de cine independiente Kenneth Anger publicaría en Estados Unidos un polémico manuscrito llamado Hollywood Babylon. Un libro tan emblemático como tabú, que terminó siendo un volumen de mitos urbanos sobre lo más sórdido y desconocido del mundo de las estrellas en la ciudad de Los Angeles durante el periodo comprendido entre 1900 y 1950. Un gran retrato de época, corrosivo por cierto, que va desde Charles Chaplin, pasando por Rodolfo Valentino, hasta llegar a Judy Garland y Marilyn Monroe. Lo cierto es que la meca del cine, sobre todo en el periodo entre comienzos de siglo y durante sus primeras tres décadas, fue una burbuja sin Dios ni ley. Una industria emergente donde se movía mucho dinero, al ritmo de fiestas, drogas, sexo y alcohol. Sí, algo muy distinto a la ilusión quizás romántica que podríamos imaginar en nuestras cabezas. Todo eso cambia en 1930 cuando se legisla un código que regula a las producciones cinematográficas en lo respectivo al lenguaje, los desnudos, la religión, la sexualidad e incluso en los bailes. Fue el llamado Código Hays.
Con casi solo 38 años, el director Damien Chazelle ha construido un nombre en la industria del cine norteamericano que podría estar cerca de igualarse a sus propias ambiciones. Sorprendió con su debut en Whiplash, se lo ganó casi todo con la refrescante y deslumbrante La La Land y su primer paso en falso, al menos en términos de taquilla, lo tuvo con su anterior filme: First Man. Así y todo, Chazelle sigue manteniendo sus bonos en alto, la autoestima arriba, y sin el temor a marearse sube aún más la vara. Su cuarta película será un gran homenaje al Hollywood de los inicios. Como se viene diciendo de manera casi cliché en la crítica, podría entenderse como “una carta de amor al cine”. Y en parte lo es, pero también hay una mirada bien irónica y cínica detrás. La nueva película de Damien Chazelle, que se estrena el próximo jueves 19 de enero en salas nacionales, y echando mano a la descatalogada novela de Anger, Hollywood Babylon, se titula a secas: Babylon.
Diego Calva es un actor mexicano hasta ahora desconocido por estas tierras y será él quien tiene el rol de encarnar nuestros ojos en este filme. Manny Torres se llama su personaje, y es el convidado de piedra a esta fiesta colosal y desbocada que tiene lugar a mediados de los años 20. A este mexicano ingenuo le encargan acarrear un elefante -sí, está leyendo bien-, para animar la fiesta del gran productor Don Wallach, un festín que más se parece a la escena de la adoración al becerro de oro en Los Diez Mandamientos que a otra cosa. Damien Chazelle, con un montaje que deja a Baz Luhmann como un niño de pecho, recorre cuerpos, sudores, sonidos, fluidos y movimientos frenéticos, de personajes que componen toda esta fauna que fue Hollywood en aquellos años, y que a pesar del paso del tiempo se sigue repitiendo: la actriz intensa que busca desesperadamente que la descubran (Margot Robbie); el joven ingenuo que solo sueña con estar en un estudio de cine (el personaje de Diego Calva); el actor que todos admiran, que se empareja con una y otra, y que teme quedar obsoleto (Brad Pitt personificando a una suerte de Rodolfo Valentino) y la periodista de chismes que todos temen pero respetan a la vez (Jane Smart, Hacks).
Babylon no tiene una gran historia detrás. Es más bien un recorrido visual y narrativo que quiere ser el retrato de una época y de un lugar a través de estos personajes. Está llena de momentos escatológicos, bizarros, de opulencia deslumbrante, donde todo es excesivo y con los decibeles bien arriba, porque como ya vimos en Whiplash y en La La Land, a Chazelle le gusta la música. Por cierto, el resultado de todo esto es irregular, e incluso fallido si se quiere, pero entre tanta corrección que solemos ver en cuanta película que termina siendo del montón, el riesgo que toma Damien Chazelle por contarnos esta historia y hacerlo de esta manera, se agradece. Es una fantasía arriesgada, sí. A ratos muchas de estas salidas de madre se sienten muy pensadas desde el hoy, muy modernas para la época. Pero vaya a saber uno cómo fueron esos años locos.
Babylon habla del paso del tiempo. Incluso tiene el arrojo de hablarle al Hollywood y a la industria de hoy, que finalmente tiene los mismos miedos de la de aquella época. Si a comienzos del 30, el terror fue lo que significaba el cine sonoro y el estreno de una película como El cantante de Jazz, ahora lo es la tecnología, la animación, la inteligencia artificial. Pero temas como la memoria, la perdurabilidad, la obsolescencia y el olvido, son temas que siguen siendo los mismos para una industria cultural movida por egos y vanidades de todo tipo. Para subrayar aún más este ánimo de homenaje, Damien Chazelle sorprende con unos minutos finales que son un panegírico de amor al celuloide. Cámaras, rollos de cinta, tinta, destellos de color, un recorrido por la historia del cine con imágenes de películas memorables, terminan siendo el broche de oro de 3 horas y 9 minutos de una historia tremebunda, abrumadora, a ratos demencial y por cierto muy ambiciosa. Pero lo que más tiene Babylon es libertad y es riesgo. Y solo por eso vale la pena.