Cada vez me gusta menos la Navidad. ¿Paz y amor? ¡Más bien caos y estrés! No sé por qué tenemos la mala costumbre (y mala memoria) de repetir todo al cierre del año; concentrar en sólo un mes tantos eventos, comidas, premiaciones, actos de colegio, amigos secretos, etc. Ahí están tacos, bocinas, malls y estacionamientos repletos, colas eternas, calor infernal, gente enojada. Definitivamente, no me agrada.
De verdad, admiro y envidio a las ‘Christmas lovers’. A los que aman hacer y regalar panes de Pascua o galletas decoradas; también a quienes tienen la paciencia y buen gusto de envolver cada regalo, de armar, adornar e iluminar el árbol en una casa que, además, está preciosa y perfumada a canela, jengibre y manzana.
La decoración navideña no es lo mío y ya nadie me quiere ayudar ni a armar –ni mucho menos a desarmar– el árbol, pesebre y demases. Así que, en una actitud práctica, el año pasado decidí guardar el pino armado y decorado. ¿Y para panes de pascua y galletas? Hay montones de emprendedoras y tiendas que lo hacen mil veces mejor que yo, así que ni lo intento.
Creo que el 90% de los regalos lo compro por internet porque –además de ahorrarme tiempo– me los mandan envueltos. Qué sería de mí sin compras online y el delivery.
Pese a todo eso, tengo recuerdos memorables de Navidad; y no por un regalo material, sino por vivencias.
No tengo memoria de alguna muñeca, bicicleta o juego que me marcara tanto como cuando me eligieron para ser la Virgen María en el acto navideño del colegio. Debo haber sentido la misma emoción que Cecilia Bolocco en su coronación, aunque no pude evitar la envidia de mis compañeras en sus papeles secundarios –de oveja, burro o pastor– mirándome desde la sombra del escenario. O peor aún, de las que cantaban en el coro vestidas de uniforme, rezagadas de todo protagonismo.
Otro momento inolvidable –¡y atroz!– fue esa vez que pillé al Viejito disfrazándose en la casa de mis primas… ¡Un balde de agua fría! Adiós a la inocencia y un bienvenida a la cruda realidad: mis papás eran los verdaderos financistas de mi felicidad. Ya no podría pedir todo lo que se me ocurriera, había que ser empática y realista.
Si pudiera repetir una Navidad sería, sin duda, la que pasamos hace unos años en Nueva York con los niños.
Lejos de atochamientos y estrés, sin eventos forzados ni regalos por obligación. Sólo nosotros disfrutando del frío y viendo a un Viejito Pascuero –Santa Claus por esas tierras– feliz en su traje de terciopelo y no sofocado en pleno verano santiaguino. Propongo un ‘Viejito Pascuense’, nuestra propia versión con short y polera del personaje.
Esa blanca Navidad fue un détox del consumismo que repetiría cada vez que mi billetera lo permita. De hecho, ¡se lo voy a pedir a mi “Viejito”!