En la columna anterior mencioné al que ha sido mi pololo durante mis veinte, treinta y ahora cuarentas. Es el Pipe, papá de la Augusta y la Julia. A su mamá, le pareció pésimo que me refiriera a él como un pololo, así que antes de terminar como los Montesco y Capuleto, le rindo inmediatamente honor a su nombre. Y yo que encontraba tan romántico hablar de pololo.
Cuántos no extrañamos la etapa del pololeo. La más entretenida, apasionada, divertida y libre de todas. En fin, dicho esto y cuando empezaba a tiritarme el ojo, le digo a Pipe que si no tengo urgente un tiempo para mí, corro el riesgo de perder la cordura. Porque estoy a un centímetro de sentirme emocionalmente desalineada, necesito que se haga cargo de las niñitas y yo tomarme 24 horas.
Pipe se va tres días a la semana a trabajar al campo de su familia, mientras yo, me quedo tratando de trabajar, cuidando hijas, haciendo aseo, comida, juegos, etc. Lo tengo bastante asumido, si no fuera porque la Julia a los dos años no conoce el peligro, es capaz de morder ají, llorar un rato y después volver a morderlo. Mientras nosotros nos preguntamos, por qué no aprende. No importa cuántos porrazos, no aprende. Cuando la retamos, nos reta más fuerte o corre a abrazarnos y obviamente sucumbimos bajo sus encantos. La justificamos, porque fue prematura. Aunque a estas alturas de prematura no tiene nada y esta a punto de convertirse en una tirana.
Acordamos que me iría un lunes a nuestra casa y Pipe llegaría con las niñitas al día siguiente. Anhelábamos estar en nuestro espacio, aunque sea por unos días, luego de meses en la casa de mi mamá. Mientras cargaba el auto, Julia intuyó que algo pasaba y comenzó a llorar. Cuando por fin lo hice andar, su llanto era tan desconsolado que en algún minuto pensé que se ahogaría. La miré por el retrovisor y me puse a llorar también, estuve a punto de regresar, pero me aguanté. A los pocos minutos había dejado atrás el cargo de conciencia y empecé a imaginar el baño de tina, el masaje facial, la copa de vino, las conversaciones telefónicas pendientes, y, sobre todo, la cama para mí sola. Dormiría atravesada.
Al entrar respiré el olor a encierro, mientras subía la escalera la casa crujía como si me reclamara tantos meses de abandono. Entré al baño, tenía que usarlo urgente, y a pesar de estar sola cerré la puerta, sentí el ruido del pasador cuando puse el pestillo, y sentí placer. No recuerdo cuándo fue la última vez que cerré la puerta del baño, sin escuchar: Mamá ábreme, te puedo acompañar.
Miré la tina, y de solo pensar en llenarla me dio una lata atroz, estaba oscuro, hacía frío, secarme el pelo, tengo un montón. Me puse pijama, me acosté en mi esquina de la cama y miré detenidamente el techo blanco, en silencio, a ratos lograba escuchar el ruido del puerto. Imaginé un barco arribando quizás de donde, divagué sobre viajes. Abrí los ojos era de día, la cama estaba intacta, y seguía sintiendo silencio absoluto.