Revista Velvet | #Cuentosvirales por @autoraschilenas: Rituales
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POR equipo velvet | 17 abril 2020

El sonido de sus suelas de goma se asemejaba a los chasquidos de una boca abierta comiendo chicle: una masa color carne, con la marca de los molares bajo la superficie reluciente de saliva. Sacudió los hombros con los ojos bien cerrados, para quitarse el asco, y miró la llave en su mano antes de ponerla en la cerradura. Estaba sucia, la había utilizado para marcar los números del ascensor y también para abrir la puerta de calle. 

Cuando se encontraba con gente en el pasillo se hacía para un lado, dándoles la espalda. Aguantaba la respiración hasta que se alejaban. Si había otra persona esperando el ascensor, subía los nueve pisos por la escalera, cuidando de no tocar el pasamanos.

Dejó las bolsas junto a la puerta de entrada, en la “zona sucia”, que no era más un cuadrado imaginario de un metro por un metro –había pensado en marcarlo con cinta en el piso, pero no tenía. Las llaves las colgó junto a la cartera, en un clavo que había dispuesto en la puerta. Se sacó los zapatos de calle y desinfectó las suelas con el aspersor que guardaba en la mesita junto a la entrada.

Fue a lavarse las manos, apurada, como si le picaran. Las miró por un momento antes de embetunarlas con jabón antibacteriano, separando bien los dedos desde la base, imaginando una corriente de luz limpiadora, tal como había aprendido en todos esos tutoriales de yoga y meditación que miraba por internet.

Se puso jabón hasta los codos, una capa gruesa como un guante de gala. Cantó el coro de un single pop olvidado, de una artista caída en desgracia hace años. Le gustaba ir variando el repertorio.

Sacó primero las verduras de la bolsa. Lavó los pepinos, tomates, limones y naranjas con abundante agua tibia y jabón. Uno a uno, como si se tratara de una madre cariñosa junto a sus retoños. Los dejó en el secaplatos y fue por las paltas, los huevos y el pan. No sabía si el empaque plástico resistiría el agua y optó por pasarle un paño con cloro por todos los pliegues y recovecos. Se aseguró de acariciar hasta la última arruga. Después hizo lo mismo con las cajas de leche descremada.

Le picaba insistentemente la cara. La zona afectada iba creciendo, empeorando. Trató de resistirse a la tentación, aún le quedaba la mitad de la mercadería. Se le ocurrió soplar aire por la boca, dirigirlo hacia el escozor con los labios, pero no era suficiente. No podía rascarse ahora, eso no, tenía que asumir que todo estaba contaminado, incluso las dos botellas de vino que pensó –ilusamente, eso estaba claro– le durarían la semana. Estaba también el tarro de helado de chocolate, de litro, extra premium –que ahora se derretía triste en el pasillo, porque había olvidado ponerlo primero en el freezer– y el kilo de lentejas –ella odiaba las lentejas, pero las había echado al carro igual. 

Sintió los rebeldes cabellos rozarle la cara, el hormigueo travieso sobre la piel y estornudó arriba de los pomelos limpios. Se miró horrorizada. Las gotas de saliva brillaban bajo el sol de la tarde, centelleaban como piedras preciosas sobre la cáscara viva de la fruta. 

Llevó la fuente al lavaplatos y volvió a ponerse jabón hasta los codos, repartiendo la espuma con cuidado, cantando esta vez una estrofa del cumpleaños feliz. Nunca se podía estar segura y, con este inquietante pensamiento, caminó hasta la lavadora donde se quitó la polera de manga larga que utilizaba para salir a la calle. Tiró la prenda dentro, junto a un chorro más que generoso de detergente líquido y apretó con furia el botón de encendido. Miró su reflejo en la ventana: había engordado. Sí, había engordado. Y los videos de yoga nada hacían al respecto porque apenas caía la noche se enjuagaba la boca con generosas copas de tinto, en el balcón, mirando la ciudad callada que le ponía los pelos de punta. Le dolían los hombros de tantas posturas con nombre de perro.

Volvió a la cocina y sólo entonces se enjuagó las manos. El esmalte del dedo índice se estaba picando. Encendió la radio antes de ponerse a lavar otra vez la fruta. La voz profunda del conductor de noticias informó que un nuevo tipo de influenza había aparecido en un lugar llamado Wuhan.

Sobre la autora

Carolina Brown (1984) es Licenciada en Lengua y Literatura Hispánica de la Universidad de Chile y Comunicador Multimedia de la Universidad del Pacífico, donde también ejerció como profesora de las escuelas de Diseño Gráfico y Comunicación Multimedia. Ha impartido talleres de escritura creativa, narrativa y fotografía en diversas universidades y centros culturales. El año 2014 obtuvo el primer lugar en el Concurso Nacional de Cuento Joven Nicomedes Guzmán de la Sociedad de escritores de Chile (SECH). Ha publicado el libro de cuentos En el agua (2015), seleccionado por el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, la novela El final del sendero (2018) y Rudas (2019), además de participar en antologías y colecciones de cuentos. Actualmente imparte talleres de escritura creativa. Más información info@carolinabrown.cl o en www.carolinabrown.cl

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